sábado, 11 de enero de 2014

Apuntes sobre la crisis, o las crisis de nuestro tiempo. Articulo de Eric Tello (2008) en http://fundacionbetiko.org/wp-content/uploads/2012/11/Apuntes-sobre-la-crisis.pdf#sthash.8MAMDXSt.dpuf

Primera parte: raíces, desencadenantes e interconexiones Algunas preguntas, para
empezar
La que tenemos delante, ¿es una sola crisis, o se trata de siete crisis distintas (financiera,
económica, energética, alimentaria, climática, ecológica y del cuidado de la vida
humana)? ¿O quizás sólo dos (económico-financiera y energético-ambiental)? ¿Por qué
casi nadie habla aún de una crisis general? La sombra alargada de la quiebra de aquel
mal llamado «socialismo real» aún oscurece el bajo nivel de nuestro «principio de
esperanza» en otro mundo posible. La vieja izquierda política y social mundial está muy
tocada, su silencio es elocuente. Eso constituye un dato más de la situación, y es
importante porque el resultado no dependerá sólo de la evolución de las situaciones,
sino también —y mucho— de cómo lo hagan las experiencias de la gente, es decir sus
percepciones y actitudes ante aquellas situaciones.
Pero a la vez esas crisis abren nuevas
oportunidades para que todas las izquierdas sociales y políticas, viejas y nuevas,
urbanas y campesinas, del Norte y el Sur, superen la desorientación, la desunión y las
actitudes defensivas o reactivas que tanto han proliferado en los últimos tiempos por la
pérdida del sentido de la propia tarea, uniendo otra vez sus esfuerzos para sostener
nuevas luchas y abordar proyectos comunes orientados a superar el capitalismo
«realmente existente».
Para favorecer ese cambio de actitud y perspectiva, que nos debe llevar otra vez de
resistir a transformar, vale la pena comenzar por preguntarnos cuáles son los
inconvenientes y las ventajas de esa actitud general de perplejidad y falta de fe en un
cambio sistémico profundo ante la crisis, o las crisis. De momento son los líderes
empresariales y políticos, no la gente de la calle, quien habla de «refundar el
capitalismo» o discuten sobre el significado del nuevo «socialismo financiero para
ricos». Mientras tanto, me parece que nadie cree mucho que esa gente vaya a
«refundar» nada de verdad. Si comparamos la situación con la de 1929, ahora que eso
vuelve a estar de moda, enseguida nos damos cuenta que entonces fueron legión las
gentes de izquierda que dieron por descontado el hundimiento del capitalismo, de modo
que casi nadie se detuvo a examinar si había otra vía de salida que, en vez de una
revolución, consistiera en «refundar el capitalismo» y abrir un nuevo ciclo de
prosperidad económica. Bien, digo casi nadie porque hubo una notable excepción:
Michal Kalecki, que fue como una especie de «Keynes marxista» de los años treinta y
cuarenta.
La actitud general de aquella generación de izquierdas de los años treinta consistió en
no otorgar confianza alguna al sistema embarrancado en la crisis, mientras se proponía
«asaltar los cielos» —como muy bien explica Eric Hobsbawm en su biografía Años
Interesantes—; lo cual formó parte de la situación histórica vivida entonces, y de su
resultado. Sin ellos y ellas difícilmente se hubiera evitado que la crisis llevara al triunfo
de la barbarie fascista. Pero el exceso de confianza en el fin inminente del sistema
también dejó intelectual y moralmente desarmada aquella heroica generación ante el
giro sorprendente del decurso histórico, cuando de la Gran Depresión se pasó al gran
crecimiento de la productividad y el consumo de masas de los años cincuenta y sesenta,
un cambio de fase a lo que después sería bautizado como la «época dorada del
capitalismo».
¿Falla al motor de la economía, o sólo el alternador?
Keynes, en cambio, hizo muy pronto un diagnóstico distinto de la Gran Depresión de
los años treinta del siglo XX: «el motor de la economía está en prefectas condiciones y
puede rodar aún muchos kilómetros» —dijo—, pero «nos falla el alternador». Un vez
su interpretación sobre la caída de la demanda agregada, y sus propuestas para relanzar
la inversión a través de políticas expansivas fiscales y monetarias, fueron asimiladas por
los economistas y políticos —a la vez que amputadas y en parte traicionadas, como
señaló Joan Robinson— sirvieron para abrir el camino a la larga etapa de gran
crecimiento económico y confiada prosperidad consumista de «la época dorada del
capitalismo», hasta las primeras crisis del petróleo de los años setenta.
¿Podría haber ahora un nuevo Keynes que encontrara al fallo en una pieza como el
alternador, y permitiera al sistema arrancar de nuevo la marcha del crecimiento? Una
gran parte de la respuesta depende de si se trata de una sola crisis general que estalla a
la vez en muchos frentes, o de varias crisis independientes. O si son varias crisis a la
vez, del grado de interdependencia entre ellas. También depende, en gran medida, de lo
que la gente crea que es la crisis o esas crisis, de lo que crean los dirigentes políticos e
intelectuales, y de las actitudes y las políticas públicas que finalmente se adopten.
Un vez llegados ese punto del planteamiento preliminar de la cuestión, no queda más
remedio que mojarse arriesgando un diagnóstico que a pesar de todas las cautelas
analíticas podría demostrarse equivocado (y con la complicación añadida que incluso
adoptando una actitud errónea por un diagnóstico equivocado eso puede inf luir en el
resultado, si es mucha la gente que la adopta en uno u otro sentido). Mi impresión es
que se trata de varias crisis simultáneas, que obedecen a mecanismos diversos que
tienen o pueden tener ritmos distintos, y pueden ir cambiando sucesivamente el
panorama según que en cada coyuntura predomine una u otra; pero a la vez están todas
interrelacionadas en un proceso histórico común por vínculos sistémicos muy profundos
y complejos, que debemos dilucidar si queremos llegar a un buen diagnóstico donde
fundar una acción colectiva eficaz.
Creo, por tanto, que puede haber un cierto margen para que el sistema, la gente en
general y los movimientos sociales transformadores, vayamos afrontando crisis
sucesivas, una detrás de otra —la financiera, la recesión económica, el pico del petróleo,
la conexión alimentaria, el efecto invernadero, la degradación ecosistemica—, en unos
tiempos relativamente largos marcados por una sucesión de problemas que en la medida
que vayan encontrando soluciones diversas, más o menos radicales, también podrán
conllevar una serie de modificaciones sistémicas cuya dimensión profunda no se llegará
a percibir por completo hasta que se hayan ido acumulando sus efectos. También creo,
sin embargo, que hay una cierta posibilidad, o un cierto riesgo, que esas soluciones no
funcionen, no lleguen a tiempo, o no sean lo bastante intensas para evitar que las
interconexiones entre las diversas crisis generen una espiral cada vez más incontrolable
de un colapso general.
Hay un abanico de posibilidades abiertas, y las percepciones o las actitudes de todo el
mundo, junto a los conf lictos sociales y las políticas públicas, jugarán un papel decisivo
en el resultado final. De hecho, si hablamos, leemos y escribimos sobre la crisis o las
crisis es precisamente porque creemos que merece la pena aclararse un poco, y que lo
que hagamos o dejemos de hacer también importa. Si no estoy equivocado cuando digo
que se trata de varias crisis diferentes pero interrelacionadas, entonces el punto clave del
diagnóstico consiste en descubrir cuáles son los mecanismos que las relacionan, para
ver cómo intervenir en ellos desde los movimientos sociales y las políticas públicas de
modo que se pueda dirigir la trayectoria hacia donde queramos ir (o evitar que nos
lleven hacia donde no queremos ir).
La crisis financiera y su desencadenante
A primera vista parece claro que la crisis financiera es un resultado catastrófico de las
políticas desreguladoras del sistema financiero tradicional aplicadas durante la última
ola neoliberal, y en particular por el anterior presidente de la Reserva Federal de los
Estados Unidos Alan Greenspan (1987-2006). Durante años aquella nueva ingeniería
financiera de Wall Street había sido celebrada como una gran innovación. Pero también
hace ya mucho que economistas sensatos y otra gente conocedora del mundo de las
finanzas advertían que todo aquello era la semilla de un desastre.
La lista incluye varios premios Nobel de economía como Maurice Allais —que ha
vuelto a poner en circulación la idea de Keynes de un capitalismo de casino—; a Joseph
Stiglitz —autor de Los felices 90 publicado el 2003— o del premio Nobel del año 2008
Paul Krugman —Vendiendo prosperidad de 1994, El retorno de la economía de la
depresión de 1999, entre muchos otros textos—; también podemos añadir el último
testamento intelectual de John Kenneth Galbraith, La economía del fraude inocente,
publicado el 2004 dos años antes de su muerte. En mi lista personal de gente que lo
advirtió hay dos empresarios de los que hablaré más adelante: el catalán Pere Duran
Farell (1921-1999), que fue miembro del Club de Roma, o el suizo Stephan
Schmidheiny que ha sido fundador del Business Council for Sustainable Development.
Es notorio que también incluye al conocido especulador George Soros, o a ese Warren
Buffet que desde su posición de hombre más adinerado del mundo ha calificado los
derivados financieros de verdaderas «armas de destrucción masiva». Entre las
advertencias académicas destaca la que hicieron John Eatwell y Lance Taylor por
encargo de la Fundación Ford, y se publicó por primera vez en 2000 con el título de
Finanzas globales en riesgo: un análisis a favor de la regulación internacional.
Además de presidente del Qeens’ College de la Universidad de Cambridge, John
Eatwell fue asesor económico del primer ministro británico Tony Blair, quien también
hizo caso omiso de sus recomendaciones.
Los cracks de la bolsa en 1987 y 1991 fueron un primer aviso muy serio, porque por vez
primera igualaron en magnitud al de 1929. Al evitarse una quiebra bancaria en cadena
las recesiones que se produjeron a continuación, aún siendo importantes, no llegaron a
transformarse en depresiones comparables a los años treinta. La principal excepción fue
el estallido de la doble burbuja bursátil e inmobiliaria japonesa, a la que siguió una
quiebra bancaria y un prolongado estancamiento de más de un decenio. Una tercera
advertencia, donde ya salieron a la superficie algunas de las graves patologías creadas
por la desregulación del sistema financiero, fue la quiebra de los hedge funds creados en
1994 con el nombre de Long-Term Capital Management. Después de ser auspiciados
por los dos premios Nobel de economía de 1997, Myron Scholes y Robert C. Merton, y
de rendir unos años beneficios anuales netos del 40% después de impuestos, dichos
fondos de inversión se precipitaron en una quiebra espectacular arrastrados por la
«crisis asiática» de 1997-98 que también afectó gravemente a Rusia y Brasil. Después
del ridículo espantoso de aquel premio Nobel de economía de 1997, comenzaron a darlo
más a menudo a economistas críticos, como Amartya Sen el mismo 1998, a Joseph
Stiglitz el 2001, o a Paul Krugman el 2008.
Pero tampoco se aprendió de las quiebras y los cracks, mientras las medidas de
Greenspan al frente de la Reserva Federal de los Estados Unidos seguían propiciando
burbujas especulativas una tras otra. El crack asiático y el prolongado estancamiento de
Japón se interpretaron oficial y convenientemente como un problema de «exceso de
regulación» de los países afectados, que se veían así debidamente castigados por no ser
aún lo bastante neoliberales y desreguladores. Entonces estaba de moda entre
economistas convencionales hablar siempre del «riesgo moral»: el Estado no debía
ayudar a las malas empresas que quebraran porque si lo hacían la próxima vez aún la
harían más gorda.
Las bajadas de los tipos de interés americanos propiciaron una nueva burbuja de los
valores «punto.com» en Wall Street: a partir de 1997, y hasta la caída bursátil del 2001,
aquellas «nuevas tecnologías de la información» representadas en los valores NASDAQ
de la bolsa de Nueva York fueron pomposamente bautizadas de «nueva economía». La
subsiguiente caída de la bolsa del 2001 estuvo acompañada del escándalo de la quiebra
de la empresa eléctrica norteamericana Enron. El escándalo Enron reveló la cantidad de
engaños, malas artes y fraudes que las compañías auditoras y aseguradoras, como
Arthur Andersen, estaban practicando para colar en la bolsa como seguras inversiones
financieras activos que eran pura basura. Ya entonces era manifiesto que eso pasaba
porque los directivos tiburones cobraban cantidades escandalosas por desmantelar
empresas, no por crearlas y mantenerlas, y también porque los auditores cobraban del
mismo bote.
Tampoco se hizo nada, y después del atentado de las torres gemelas del 11 de setiembre
del 2001 Alan Greenspan volvió a bajar los tipos de interés, y propició una nueva
burbuja especulativa esta vez inmobiliaria e hipotecaria que finalmente ha estallado en
2008 al descubrirse las hipotecas «tóxicas» o «basura», que habían estado
empaquetando con otras de regulares y buenas para volverlas a colocar con una alta
certificación como derivados financieros altamente apalancados pero «seguros».
Cuando se ha descubierto el pastel el problema es que ahora ya nadie se fía de nadie,
porque nadie sabe a ciencia cierta cuantas hipotecas «tóxicas» tienen las otras entidades
en su balance, de modo que el mercado de crédito interbanca-rio se ha secado y la
parálisis crediticia amenaza con llevar a una quiebra bancaria en cadena, y a una gran
depresión de las empresas no financieras, es decir a la «economía real».
Del «riesgo moral» al «riesgo sistémico»
Hay dos rasgos de la situación reciente de crisis financiera mundial que vale la pena
destacar. El primero es que ahora, cuando el origen del problema está claramente
localizado en Wall Street y los Estados Unidos, en vez de aquella letanía del «riesgo
moral» que estuvo tan de moda desde la crisis asiática de 1997-98, resulta que los
mismos neoliberales se ponen a hablar del «riesgo sistémico» (sobre el que ya habían
advertido los críticos de la desregulación sin que les prestaran la menor atención). Los
círculos financieros de nueva York no podían decir más claro al resto del mundo que «el
sistema somos nosotros», y que —como ha subrayado el economista coreano Ha-Joon
Chang— para ellos no valen las reglas del juego del llamado «Consenso de
Washington» que han estado imponiendo hasta ahora al resto del mundo. El resto del
mundo habrá tomado buena nota, sin duda. Pero también hay que recordar que si ese
«socialismo para ricos» salva a los delincuentes financieros de los Estados Unidos de
sus fechorías, eso sigue comportando el «riesgo moral» que la próxima vez la hagan
todavía más gorda. Una parte de la retórica sobre «refundar el capitalismo» que tanto
suena últimamente tiene que mucho que ver con eso, y apunta en todo caso a volver a
una regulación pública del sistema financiero más estricta y sensata.
El segundo rasgo es menos conocido, pero muy significativo. El peor escenario
imaginable para la economía norteamericana hace ya tiempo que ha sido imaginado por
muchos economistas, y consiste en un ingrediente añadido al desaguisado actual pero
que aún no se ha producido: una caída del dólar en picado. ¿Qué podría provocar esa
caída incontrolada del dólar? Pues que los inversores del resto del mundo que tienen
invertidas sumas inmensas en valores norteamericanos nominados en dólares decidieran
venderlos al desconfiar de su solvencia. ¿Y dónde se encuentra ahora la mayor cartera
de inversiones de capital de los Estados Unidos fuera de los Estados Unidos? Pues en
China, cuyo banco central posee una de las mayores cantidades de bonos del tesoro de
los Estados Unidos, junto al banco central de Japón y el de otros países asiáticos
fuertemente exportadores.
Tal como señala Andrew Glyn en su último libro de 2006 sobre ese «capitalismo
desatado» (Capitalism Unleashed, uno de los libros recientes que ofrecen una visión
global más clara y documentada de la evolución económica durante la segunda
globalización neoliberal): «En los años 2003-2004 lo único que ha evitado la caída del
dólar ha sido la ola de adquisiciones hechas por los gobiernos asiáticos que han estado
dispuestos a acumular ingentes cantidades de dólares como contrapartida de su propio
superávit de exportaciones. Ya desde finales del 2003 los otros estados tenían
1.474.000 millones de dólares en reservas, equivalentes al 13% del PIB de los Estados
Unidos.»
China lleva décadas acumulando un superávit en su balanza de pagos con los Estados
Unidos, e invirtiendo esos dólares en bonos, acciones y valores norteamericanos. La
situación ha llegado a tal punto que la supervivencia de la hegemonía financiera
norteamericana depende de lo que haga o deje de hacer un banco central público de un
Estado gobernado por un partido que aún se llama Partido Comunista de China.
Seguramente se habla poco de eso porque resulta una cruel ironía para todo el mundo:
para los neocons, y también para quienes por «comunista» entendíamos otra cosa.
Al margen de otras dimensiones de la cuestión, la pregunta del millón es lo que harán
los dirigentes chinos con sus inversiones de capital de los Estados Unidos. Todo el
mundo parece confiar en que ellos serán los primeros que estarán interesados en seguir
exportando a ese país, y no querrán hundir la economía de uno de sus principales
clientes. Pero también es cierto que con la crisis f laquea la capacidad de los Estados
Unidos de absorber importaciones foráneas, y que China se está viendo obligada a
reorientar la economía hacia su inmenso mercado interior en expansión. Hay dos
escenarios posibles que podrían inducir a los líderes chinos a deshacerse de sus
inversiones en los Estados Unidos, provocando una caída más o menos suave o
directamente catastrófica del dólar: pueden decidir alejarse estratégicamente de la
dependencia de una divisa cada vez menos fiable, e ir diversificando su cartera de
inversiones exteriores; o pueden perder la calma si la economía de los Estados Unidos
se precipita hacia una situación de quiebra bancaria e insolvencia, o si el resto de
tenedores de dólares asiáticos entran en pánico. Ya se empiezan a oír voces
proponiendo que el yuan chino o el euro sustituyan al dólar como moneda de referencia
y de reserva internacional. La teoría monetaria y la historia económica predicen que
cualquier situación de transición con varias divisas disputándose el papel de moneda de
referencia aumentará la volatilidad e inestabilidad financiera internacional. No sabemos
cuándo ocurrirá, pero es seguro que será en Asia donde se escribirán los próximos
capítulos de libros de historia financiera como el de Youssef Cassis, Capitals of capital
(2006).
En cualquier caso, se sospecha que la sorprendente rapidez con la que un gobierno
neocon como el de George Bush jr. se ha puesto a practicar el «socialismo para
banqueros», ante el estupor de su propia clientela política, no se entiende mucho sin
tener en cuenta que China tiene probablemente cantidades significativas del capital de
entidades afectadas por el problema de las hipotecas subprime como Freddy Mac,
Fannie Mae u otras, y que quizá pocos días antes de la pseudo-nacionalización Hu
Jintao llamó al presidente de los Estados Unidos para decirle que o intervenían aquellas
entidades para garantizar su solvencia, o el banco central chino empezaba a deshacerse
de bonos del tesoro de los Estados Unidos.
¿Alguien piensa «refundar» de verdad ese capitalismo de casino?
Quizás a algunos les haya sorprendido saber estos días que en España las políticas del
banco central han sido, comparativamente, algo menos imprudentes. Es sorprendente,
ciertamente, porque en los últimos años hemos vivido una de las burbujas inmobiliarias
más graves del mundo, que —tal como han analizado en detalle José Manuel Naredo y
Oscar Carpintero— ha provocado un terrible «tsunami urbaniza-dor». Ahora se teme,
con razón, que sus efectos devastadores en el ámbito ecológico también se trasladen al
ámbito económico por el gravísimo endeudamiento que ha dejado en las familias. Es
igualmente cierto, pero menos conocido —excepto por la gente dedicada a observar y
denunciar la participación de las empresas españolas en el saqueo económico y
ambiental planetario en esta segunda globalización— que simultáneamente las
multinacionales españolas han jugado a fondo al juego de crear dinero a través de la
deuda mediante ampliaciones de capital con unas acciones que ellas mismas han hecho
servir después para adquirir empresas no financieras o participaciones de capital en
América Latina y otros lugares del mundo.
Todo eso también ha propiciado en nuestro país alzas de la bolsa, que han atraído cada
vez más el ahorro de la tercera parte de familias que disfrutan de ingresos más altos, y
pueden permitirse el lujo de ahorrar e invertir. Auspiciado por las oportunas
desgravaciones fiscales, el ahorro de las familias españolas se ha trasladado de las
tradicionales y conservadoras cuentas bancarias a plazo fijo hacia los fondos de
inversión y de pensiones privadas colocados en bolsa. Hacia el año 2000 esa tendencia
había situado las familias ahorradoras españolas en una situación record mundial en la
dependencia bursátil de su riqueza patrimonial. Las caídas bursátiles posteriores han
derivado hacia el ladrillo y el cemento cantidades crecientes de aquel ahorro deseoso de
grandes rendimientos a corto plazo.
Esos cambios de comportamiento del ahorro y la inversión de las familias españolas
explica algunas cosas importantes de las mayorías electorales conseguidas por Aznar en
1996 a 2004, y también recuerda que no estamos a cubierto de la crisis financiera
mundial, excepto en un detalle: es cierto que tanto en tiempos de Luis Ángel Rojo, que
fue gobernador del Banco de España de 1994 al 2000, como hasta ahora, la política
reguladora del banco central ha sido en nuestro país un poco más conservadora que en
los Estados Unidos y otros países, más tradicional y menos favorecedora de actuaciones
financieras arriesgadas. Pero si eso es todo lo que el presidente José Luis Rodríguez
Zapatero ha podido ofrecer a la cumbre del G-20 de noviembre del 2008, y ésta parece
haber adoptado sobre el papel, tampoco parece nada del otro jueves: simplemente las
prácticas de siempre de la banca comercial tradicional. Esa curiosa particularidad
española nos puede servir para cerrar nuestro breve bosquejo de la crisis financiera
mundial, para tratar de establecer un diagnóstico de conjunto.
La cultura de la «liquidación» en una nueva era de codicia
El problema concreto de las hipotecas basura escamoteadas por quienes tenían la
obligación de auditarlas y acreditarlas es tan sólo una de las últimas manifestaciones de
la dinámica especulativa que se ha desatado con las políticas neoliberales de
desregulación del sistema financiero durante el último cuarto de siglo. En tanto que
problema específico de una parte concreta de la maquinaria económica, no es
impensable —si hubiera una verdadera voluntad política de hacerlo— que se encontrara
alguna solución para restablecer la confianza en el sistema evitando que la crisis
financiera lleve a una quiebra bancaria en cadena como la de 1929-33, y que ésta
convierta una recesión coyuntural en una gran depresión. Hay multitud de lecciones
aprendidas de la Gran Depresión que las facultades de economía de todo el mundo
pueden poner sobre de la mesa de negociaciones entre gobiernos y banqueros.
Pero también hay algunos elementos de esta crisis financiera que sin ser totalmente
nuevos —son de hecho tan viejos como la codicia humana— han adquirido
últimamente una especial gravedad. Algunos analistas, entre los que se cuentan
Krugman, Stiglitz y el mismísimo Soros, han puesto el dedo en esa llaga al señalar que
no sólo ha habido un problema macroeconómico de malas políticas y malas
regulaciones. También se ha puesto de manifiesto un problema microeconómico mucho
mas duro de tragar por sus colegas economistas: esta vez ese mercado dejado a su aire
no ha funcionado como se supone que debe hacerlo, es decir generando un sistema de
información e incentivos que induzca a todo el mundo a comportarse con eficiencia. El
problema más delicado de atacar y difícil de resolver es ese sistema de incentivos
perversos que se ha convertido en moneda corriente de los brokers y grandes directivos
de empresas financieras, auditoras y aseguradoras: esa gente han «ganado» dinero a
espuertas destruyendo y arruinando empresas, no levantándolas y manteniéndolas, o
incluso montando gigantescas estafas piramidales con la que Bernard Madoff consiguió
engañar a reputadas entidades financieras internacionales y toda una legión avispados
inversores particulares. Cuando se descubrió que bajo el f lujo de entrada de dinero
codicioso y la salida de aquellos rendimientos espectaculares a los que aspiraban sus
clientes no había literalmente nada, la irónica sonrisa que Madoff les regaló mientras se
les ponía cara de tontos parecía estar diciendo: «¿acaso alguien había dicho alguna vez
que debía haber algo?»…
Según datos reunidos por Paul Krugman en su último libro Después de Bush, en los
años setenta los principales dirigentes del centenar de las mayores empresas de los
Estados Unidos cobraban unas 40 veces más que el salario medio de un trabajador a
tiempo completo, y los ejecutivos de un rango inmediatamente inferior unas 33 veces
más. El año 2000 los ejecutivos de la cúspide multiplicaban 367 veces el salario medio,
y los del segundo escalón 169 veces. Es decir, la nueva «raza de tiburones de Wall
Street» han conseguido ganar en un día o dos lo que un obrero normal gana en un año.
¡A eso sí que se le puede llamar «refundar el capitalismo»!
Aludiendo a los vaticinios que Keynes había hecho al final de su Teoría General sobre
una posible «eutanasia del rentista», Antoni Domènech ha descrito la contrarreforma
neoliberal como una «venganza del rentista». Es una perspectiva interesante, pero hay
que tener en cuenta que los nuevos directivos parásitos están muy lejos de los viejos
rentistas victorianos que vivían de «cortar el cupón» de sus acciones y bonos. Incluso la
mayor parte de sus astronómicos ingresos computan como rentas del trabajo en las
cuentas nacionales, y no como beneficios del capital. Tal y como Krugman ha
subrayado, nada de todo eso puede explicarse por ningún tipo de aumento en la
«contribución» de la productividad del trabajo de los ejecutivos al valor añadido
facturado por las empresas. Se debe, sin más, a la relajación de cualquier sentido de la
decencia que ha acompañado a la caída de la fuerza contractual de los sindicatos, que
han dejado de limitar la codicia de los altos ejecutivos: «el ejemplo de las retribuciones
percibidas por los directores generales revela en qué medida los cambios de normas e
instituciones pueden conducir a una creciente desigualdad salarial.»
Eso concuerda con lo que unos años antes oí decir a Pere Duran Farell o Stephan
Schmidheiny, en unas sorprendentes admoniciones —viniendo de quienes venían—
contra al financiarización y globalización de la economía, y a la supeditación de todas
las decisiones empresariales al dictado de los resultados bursátiles a corto plazo. Pere
Duran Farell (1921-1999) veía ese capitalismo de casino como el hundimiento de la que
había sido su cultura como típico hombre de empresa de una generación anterior. Le
asistían buenas razones, tal como John Maynard Keynes había advertido en su Teoría
General de 1936: «Los especuladores quizá no hagan daño como burbujas en la
corriente constante de la empresa. Pero la situación se agrava cuando la empresa
misma se transforma en burbuja o remolino de especulación. Cuando el desarrollo del
capital de un país se convierte en subproducto de las actividades de un casino, es muy
probable que el trabajo esté mal hecho» (citado por John Eatwell y Lance Taylor en
Finanzas globales en riesgo, 2005). Entre sociólogos ha hecho fortuna la denominación
que Zygmunt Bauman le ha dado a la cultura del capitalismo neoliberal de finales del
siglo XX, como una «modernidad líquida». El retorno de la permanente confusión de la
riqueza con el dinero lleva, en efecto, a «liquidarlo» todo, incluso las mismas empresas
que dirigen los nuevos tiburones empresariales y financieros.
Stephan Schmidhiney representó la voz de los empresarios del mundo en la Cumbre de
Río de 1992, y fundó el Business Council for Sustainable Development. En la cena de
un encuentro de su fundación privada que da apoyo a campañas ecologistas y
ciudadanas, en la que me encontraba presente, expresó su convicción que ninguna
empresa que supedite sus decisiones a los resultados bursátiles trimestrales puede
incorporar innovación alguna orientada a la sostenibilidad ambiental. Al saber que
trabajaba a una facultad de economía me hizo la misma pregunta que por lo visto
llevaba repitiendo a cualquier economista interesado por el desarrollo sostenible: ¿hay
algún modo de hacer compatible con el tipo de interés una toma de decisiones
económicas orientada a la sostenibilidad ecológica? Tuve que responderle que llevaba
razón: los tipos de interés altos estimulan la depredación de cualquier recurso natural
renovable —si, por ejemplo, la extracción sostenible de madera de un bosque rinde
menos que un fondo de inversión, sale a cuenta talar el bosque y convertirlo en dinero
«líquido»—, lo que supone en definitiva sobrevalorar la riqueza dineraria presente y
minusvalorar cualquier stock de recursos naturales que se preserve para el futuro; pero
los tipos de interés bajos también estimulan una depredación más rápida de los recursos
no renovables, reduciendo el valor de escasez del stock remanente en cada momento, a
la vez que desestimulan el ahorro y fomentan el consumo. A su pregunta ulterior sobre
qué hacer ante semejante disyuntiva sólo supe responder defendiendo que hay que
poner a resguardo del mercado las cosas más valiosas que queramos preservar, mediante
decisiones precautorias ambientales que se tomen antes que las económicas. Esa regla
debería valer para cualquier economía de mercado, también para una economía
socialista con mercados.
La raíz del problema que lleva a confundir el dinero con la riqueza, y a «liquidar»
cualquier recurso que entorpezca la tarea de hacer más dinero con el dinero —tanto si se
trata de recursos naturales o servicios ambientales vitales, como de las mismas empresas
productivas llegado el momento—, se encuentra en el corazón del sistema, y muy al
fondo de la propia cultura económica que hay que cambiar si la sostenibilidad debe ser
algo más que una palabra vacía.
El sistema (financiero) se aguanta porque confiamos en él
Medio en broma y medio en serio la última crisis financiera y económica nos está
llevando a concluir que quizá sea verdad que incluso el capitalismo como sistema puede
ser realmente vulnerable a una sobredosis de codicia. Cuando, aunque sea en una viñeta
humorística, salta la impresión que tales excesos de codicia pueden llegar a
comprometer el funcionamiento del sistema de mercado capitalista mucha gente se
pregunta, obviamente, si no era eso aquella «mano oculta» de Adam Smith que había de
llevarnos al mejor de los mundos económicos posibles. La respuesta es que no. Desde el
propio Adam Smith hasta Amartya Sen han sido muchos los buenos economistas que
han explicado que sin un mínimo de virtudes cívicas y morales ninguna sociedad ni
institución humana, tampoco el propio mercado, puede llegar a funcionar bien.
Es tan irónico como cierto que sea justamente el sistema financiero la pieza del sistema
donde esa necesidad de un mínimo de virtud resulta más perentoria, y donde las
sobredosis de codicia pueden resultar más peligrosas. Es una paradoja sólo aparente, y
se explica por la doble naturaleza del dinero y los fundamentos mismos del sistema
bancario contemporáneo que crea dinero a través del crédito. Desde Arsitóteles a Marx,
es bien sabido que la función del dinero consiste en ser a la vez una medida del valor y
una reserva de valor. Como medida del valor es un lenguaje, y como cualquier lenguaje
es un bien público que funciona en la medida que todo el mundo le otorga credibilidad y
lo emplea siguiendo unas reglas del juego comunes. Pero como reserva de valor todo el
mundo entiende el dinero como un bien privado que permite diferir la producción y el
consumo de bienes reales, «atesorando» riqueza y transfiriéndola de forma «líquida» en
el espacio y el tiempo.
Si la segunda función del dinero genera un exceso de codicia de tal magnitud que lleve
a demasiada gente a la vez a saltarse las reglas mínimas del juego, y esa gente tiene
demasiado dinero en sus manos, puede realmente llegar a comprometer el
funcionamiento del circuito financiero del dinero en tanto que bien público que da
fluidez a las transacciones del mercado. Cuando Aristóteles distinguía entre economía y
«crematística» el dinero sólo eran monedas que valían su contenido real de un metal
precioso. Pero con el desarrollo del sistema bancario actual, ya en tiempos de Marx y
hasta ahora, la mayor parte de la oferta monetaria la crean las entidades financieras
multiplicando los créditos que conceden muy por encima de los depósitos que reciben
de sus mismos clientes. Eso significa, literalmente, que todo el edificio financiero se
basa en el sentido primigenio de la palabra crédito, es decir: la confianza en la solvencia
de los demás. Por eso toda la arquitectura financiera contemporánea ha requerido la
función reguladora de un banco central que actúe como «garante» en última instancia de
la pirámide del dinero creado a través del puro «crédito».
Dicho de otra forma, el sistema —y especialmente esa parte financiera del mismo— se
aguanta simplemente porque creemos en él. Funciona porque le otorgamos nuestra
confianza, y deja de hacerlo si la confianza se hunde. La irrupción reciente de esa
ingeniería de los nuevos «productos» o derivados financieros, surgidos en el entorno de
la bolsa como respuesta a la desregulación financiera neoliberal, no ha sido nada más
que el intento de escabullirse de los viejos controles y regulaciones que el banco central
ejerce sobre la banca comercial tradicional. Eso ha permitido a un puñado de gente
hacer mucho dinero con el dinero de otra gente bajo la promesa de rendimientos
espectaculares a corto plazo, pero también a costa de dos cosas muy peligrosas:
aumentar extraordinariamente el riesgo y la vulnerabilidad del sistema, y promover con
su actuación unas actitudes y unos incentivos perversos que han acostumbrado a los
directivos a arramblar sumas astronómicas a base de hundir las propias empresas.
Tal como Galbraith concluyó de la experiencia del crack de 1929 y la Gran Depresión,
siempre que se confunde el dinero con la riqueza alguna cosa muy gorda y perniciosa
está a punto de ocurrir. La multiplicación de derivados financieros producida en las
últimas décadas gracias a la relajación reguladora otorgada por Alan Greenspan ha
llevado a una multiplicación increíble de los f lujos financieros mundiales, hasta el
punto de empequeñecer relativamente a la medición convencional de la actividad
económica «real» a través del PIB. Óscar Carpintero y José Manuel Naredo estiman,
por ejemplo, que en 1982 el valor de los f lujos financieros apenas sobrepasaba el valor
monetario del PIB mundial a precios corrientes, pero en 1995 ya casi lo triplicaba y en
2006 lo cuadriplicaba. Dicho otra forma, por cada transacción de bienes y servicios
«reales» en los mercados, se ha comprado y vendido en el sistema financiero hasta
cuatro veces la misma cantidad a base de emitir deudas.
Otra forma de situar en contexto las magnitudes movidas por esa economía financiera
hecha de papel o bytes es compararlas con el valor monetario del stock físico de bienes
de capital —fábricas, maquinaria, instalaciones, infraestructuras, etc.—, al que
supuestamente «representa» cada acción (junto a otros «valores» como la marca, know
how y demás «intangibles» que los inversores quieran atribuirle mientras las entidades
financieras estén dispuestas a respaldarlos con su «crédito»). Pues bien, en 1982 los
activos financieros quintuplicaban el stock de bienes de capital, y en 2006 su valor
monetario era diecisiete veces mayor. Esa comparación resulta especialmente
ilustrativa, pues como ya dijo James Tobin en 1965,
La riqueza de la comunidad tiene dos componentes: los bienes reales acumulados por la
inversión real del pasado y los bienes fiduciarios o de papel fabricados por el gobierno a
partir del aire. Por supuesto, la riqueza no humana de una nación como ésta consiste
«realmente» sólo en su capital tangible. Pero como los habitantes de la nación lo ven
individualmente, la riqueza excede el stock de capital tangible por el tamaño de lo que
podemos denominar emisión fiduciaria. Esto es una ilusión, pero sólo una de las
muchas falacias de composición que son básicas a cualquier economía o sociedad. La
ilusión puede ser mantenida inalterada mientras la sociedad no trate de convertir toda su
riqueza de papel en bienes. (citado por Herman Daly en el artículo sobre «Dinero,
Deuda y Riqueza Virtual» publicado en la revista Ecología Política en 1992)
Si ese castillo de cartas financiero sufriera una rápida implosión por un pánico sin freno,
no cabe duda que los efectos de su desplome sobre la economía real podrían ser
devastadores. A la vista de todo eso, no es nada seguro que el problema financiero
encuentre solución, o que la solución que se encuentre consiga evitar que al cabo de un
cierto tiempo no se vuelva a las andadas. Aunque también existe un cierto margen para
que se logre algún remiendo parcial que permita restaurar la confianza en ese sistema
financiero de la época del dinero «fiduciario» —esto es, basado en la pura «fe»—, y
seguir adelante una temporada más. Entre ambas posibilidades, lo más decisivo es
identificar y actuar sobre el verdadero origen de la propensión especulativa de este
capitalismo neoliberal de los últimos treinta o cuarenta años.
El origen de fondo de la propensión especulativa
En el repaso que acabamos de hacer han aparecido una serie de ejemplos que parecen
sugerir que hay algo más, alguna fuerza más profunda que genera esa acusada
propensión a que los f lujos de inversión se vayan hacia colocaciones especulativas. El
ejemplo español resulta en eso nuevamente aleccionador: quizás sea verdad que la
actitud un poco más prudente del Banco de España ha evitado que la burbuja bursátil no
haya sido aquí aún más grande y peligrosa, pero tampoco ha servido de nada para frenar
la burbuja inmobiliaria. De hecho, ambas burbujas se han ido combinando hasta la
fecha, sirviendo una de refugio cuando la otra f laqueaba.
Por tanto, y por mucho que Alan Greenspan pase a los libros de historia económica
como el culpable de la grave crisis financiera mundial del 2008, hay otro problema de
fondo mucho más grave e importante que nos debe llevar a preguntar: ¿dónde se origina
esa furia especulativa de las inversiones de capital de los últimos años? ¿Por qué andan
siempre buscando como posesos nuevas burbujas para hinchar? ¿Por qué no se invierte
simplemente en la producción de bienes y servicios útiles para la gente? ¿Acaso no hay
un montón de necesidades y demandas insatisfechas para producir y ofrecer como
bienes y servicios «reales»?
Cuando vamos a mirar qué está sucediendo con la acumulación de capital «no ficticio»
o puramente financiero, descubrimos que en los Estados Unidos y el resto de países de
la OCDE la inversión en el stock de bienes de capital físico no residencial lleva muchos
años reduciéndose lentamente. Dicho de otro modo, los ricos especulan tanto en
burbujas puramente financieras o inmobiliarias porque están huyendo de las inversiones
en empresas formadas por bienes de capital y trabajadores que, conjuntamente, pueden
producir bienes y servicios «reales»para la gente. Ese es el nexo común más profundo
que une la crisis financiera con la crisis económica de nuestro tiempo.
De las burbujas especulativas a la crisis económica de nuestro tiempo
La estanflación de los años setenta, cuando se produjeron las dos primeras crisis del
petróleo, significó el fin de la gran ola de crecimiento que fue bautizada a posteriori
como la «época dorada del capitalismo» (1950-1970/80). El significado profundo de
aquella etapa crítica, y de la revolución neoliberal y neoconservadora que ha venido
después, tiene mucho que ver con el agotamiento de todo un modelo de crecimiento que
los historiadores económicos acostumbramos a llamar la II Revolución Tecnológica de
la era industrial, o más sintéticamente la Segunda Revolución Industrial.
En los años treinta el american way of life lanzó al mundo económico toda una
colección de «nuevos» productos para nuevos mercados emergentes —como los
automóviles, electrodomésticos, detergentes y otros productos petroquímicos, tractores
y agroquímicos, etc.— que, combinados con el bajo precio relativo del petróleo,
desencadenaron la mayor ola de crecimiento vivida en los países ya industrializados una
vez superadas las dificultades de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Pero
a finales de los años sesenta aquellos «nuevos» productos ya habían envejecido
económicamente, sus mercados eran cada vez más «maduros» y en los países ricos de la
OCDE iban quedando «saturados». Como siempre ocurre con esas grandes olas de
crecimiento económico a largo plazo, se fue agotando el potencial de aumentar la
productividad de las tecnologías de la Segunda Revolución Industrial. Dado que seguir
ampliando la capacidad de producción de aquellos mercados «maduros» se enfrentaba a
rendimientos decrecientes, el capital empezó a buscar desesperadamente otros lugares
donde colocarse con mayor provecho. Los dos primeros shocks del petróleo de 1973 y
1978 habían estado precedidos, además, por una ola de protestas sociales y huelgas que
lograron aumentar los salarios reales justo cuando el crecimiento de la productividad se
desaceleraba, y los beneficios empresariales cayeron de forma muy pronunciada.
Eso provocó un profundo pánico entre los círculos dirigentes del mundo político y
empresarial, tal como han explicado Robert Brenner en La expansión económica y la
burbuja bursátil (2003), o Andrew Glyn en Capitalism Unleashed (2006). A medida
que se van desclasificando documentos oficiales de los años 1970-80 los historiadores
vamos constatando la gravedad de aquel miedo desatado entonces entre las altas esferas.
La reacción neoliberal surgió de aquel espanto, y de diagnósticos como el informe de
1975 de la Comisión Trilateral sobre La gobernabilidad de las democracias, donde se
decía sin ambages que había una «explosión de expectativas»: la gente se había
acostumbrado a «pedir demasiado», y eso ocurría según ellos porque había un «exceso
de democracia». Michal Kalecki ya había previsto que tal cosa podía ocurrir, en su
premonitorio ensayo de 1943 sobre las «Consecuencias políticas de la plena
ocupación». Si el paro se mantenía muy bajo durante demasiado tiempo —advirtió—,
dejaría de ejercer su función como mecanismo disciplinador de la mano de obra. Los
trabajadores perderían el miedo a perder el puesto de trabajo, y sus demandas podrían
comenzar a desbordar los márgenes de tolerancia del sistema capitalista:
En la depresión, ya sea por la presión de las masas o incluso sin ella, la inversión
pública financiada con endeudamiento será admitida con el fin de impedir el desempleo
a gran escala. Pero si se llevan a cabo intentos de aplicar ese método para mantener el
alto nivel de empleo alcanzado en el auge subsiguiente, es posible que deba enfrentarse
a una fuerte oposición de los «dirigentes del mundo de los negocios. [...] Los
trabajadores no serían «manejables», y los «capitanes de la industria» estarían ansiosos
de «darles una lección».
Un capitalismo desatado
Sin duda, las raíces culturales y políticas de la contrarreforma neoconservadora ya
venían de antes, como han explicado Albert Hirschman en Retóricas de la
intransigencia (1991), David Harvey en su Breve historia del neoliberalismo (2005) y,
para los Estados Unidos, Paul Krugman en Después de Bush (2008). Pero el momento
decisivo, como también han explicado Paul Krugman en La era de las expectativas
limitadas (1990) o Robert Brenner en La expansión económica y la burbuja bursátil
(2003), sobrevino cuando la gente que se encontraba en la sala de mandos del sistema
llegó a la convicción que había que poner a raya a aquella otra gente que se había vuelto
de repente tan contestataria. Había que «encoger» sus expectativas y sus demandas,
hacer que todo el mundo —menos los líderes empresariales, por supuesto— nos
conformáramos con menos. Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1980-
1988) se encargaron de poner en marcha aquella reacción neoliberal en Gran Bretaña y
los Estados Unidos.
En su último libro de 2007, Después de Bush, Krugman se pregunta qué ha sido
primero, si el aumento de las desigualdades o el avance de las políticas
neoconservadoras. Dice que empezó creyendo que primero se habría producido el
incremento de las desigualdades de renta, originado por cambios estructurales de la
economía, lo que a su vez habría desplazado a los más ricos hacia políticas neocon. Pero
después fue dándose cuenta que la causalidad ha funcionado al revés: las políticas
neoliberales que pusieron en marcha los gobernantes neocon fueron creando una
creciente desigualdad que amplió y aglutinó a sus votantes mientras dejaba a sus
adversarios cada vez más desconcertados y a la defensiva. A la inversa, fueron las
políticas redistributivas en sentido igualitario del New Deal de Roosevelt en los años
treinta y durante la Segunda Guerra Mundial —denominadas por algunos historiadores
como una época de «gran compresión»— las que crearon una situación menos desigual
que persistió durante la larga «época dorada» de los años cincuenta y sesenta, hasta el
asalto neocon. Que una herejía económica semejante salga de la pluma del último
premio Nobel debería ayudarnos a proclamar nuevamente «si, podemos», cada vez que
un fundamentalista económico liberal nos repita al viejo sermón de turno sobre que la
distribución de la renta entre capital y trabajo depende de su respectiva productividad
marginal y que, por tanto, las políticas públicas no pueden ni deben alterarla.
El aumento de las desigualdades
El enorme aumento de las desigualdades ha sido un rasgo central y decisivo de la
contrarreforma neoliberal de los últimos treinta o cuarenta años, especialmente en los
Estados Unidos y en menor medida en Europa occidental y otros países desarrollados. A
pesar de la importante reducción de la distancia en la renta disponible por habitante
entre países, a consecuencia del crecimiento acelerado de China, India y otros países
asiáticos emergentes, la inequidad en el reparto personal o familiar de la renta no se ha
reducido a escala mundial debido al aumento de la desigualdad en la distribución de la
renta dentro de cada país. Tal como subraya Branko Mila-novic, eso ha supuesto
clausurar la etapa de redistribución más igualitaria de la renta que había triunfado desde
la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, para volver al mundo del siglo XIX en
el que «era mucho más importante la clase donde uno nacía, luego eso cambió haciendo
más importante la desigualdad entre países, para volver a crecer la importancia de la
clase». El año 2004 el 1% más rico consiguió acaparar más del 15% del ingreso total de
los Estados Unidos, la misma proporción que habían tenido antes de la Segunda Guerra
Mundial, y en los años anteriores al crack de 1929 y la Gran Depresión.
Es importante entender que ahí reside también el origen de la propensión especulativa y
el afán de globalización de ese capitalismo neoliberal. Me he referido brevemente antes
al economista polaco Michal Kalecki, que fue una especie de «Keynes marxista». Pues
bien, Kalecki resumió los resultados a los que llegó analizando los años de la Gran
Depresión, del nazismo y la Segunda Guerra Mundial con esa sencilla fórmula: «los
trabajadores se gastan lo que ganan, y los capitalistas ganan lo que se gastan». Con eso
quería llamar la atención sobre tres cosas: que los salarios que cobran los trabajadores
tienen una baja «propensión al ahorro» —dicho en términos keynesianos— porque a
duras penas les permiten llegar a fin de mes. En cambio, lo que hace que los capitalistas
sean capitalistas no es que consuman más que el común de las familias trabajadoras —
aunque eso sea verdad—, sino que las rentas salariales y los beneficios que cobran les
permiten ahorrar e invertir. La segunda cosa que Kalecki quería subrayar es que con el
control que ejercen sobre la inversión los capitalistas deciden la marcha del sistema
económico.
Y eso le llevaba a una tercera conclusión, que coincidía con la de Keynes: que las
expectativas y decisiones de los inversores privados podían desviar el equilibrio
económico de la plena ocupación, conduciéndolo hacia situaciones de recesión y
depresión económica.
De la desigualdad hacia la depresión...
Keynes y Kalecki encontraron la clave del problema de las depresiones, que la mayoría
de economistas de su tiempo no sabían o no querían ver. La ciencia económica
contemporánea tiene un vicio de origen —tal como José Manuel Naredo nos recuerda
permanentemente—, y es la tendencia a formular cualquier cosa en los términos de
equilibrio propios de una simple mecánica newtoniana. Todo gira permanentemente en
orden perfecto, todo se equilibra automáticamente. Por eso hasta la Gran Depresión
creyeron que el equilibrio macroeconómico estaría siempre asegurado por lo que se
conocía como la «ley de Say»: «la oferta siempre crea su propia demanda». No puede
ser que falte demanda o sobre oferta porque la producción pone en marcha un f lujo de
renta hacia los empresarios y otro hacia los trabajadores en forma de beneficios y
salarios que unos y otros deberán gastar, y al hacerlo generarán la demanda necesaria
para colocar siempre la producción. El gasto que asegura ese equilibrio
macroeconómico, y mantiene la plena ocupación, es el gasto total: es decir la suma del
gasto de salarios, que alimenta principalmente la demanda de consumo, y el gasto de los
beneficios que, canalizados en forma de ahorros por el sistema financiero, alimentan las
nuevas inversiones de capital. De acuerdo con esa forma tan mecánica de ver las cosas,
la distribución no debería tener ningún efecto sobre el equilibrio general. Si los
trabajadores ganaran menos los capitalistas ganarían más, se gastarían lo que habían
ganado en nuevas inversiones que les harían contratar más trabajadores, quienes
cobrarían más salarios, etc., etc. En un mundo de equilibrios newtonianos todos los
círculos se cierran por definición, todo está siempre en permanente equilibrio.
Lo que Keynes y Kalecki vieron es que aquel gasto total de consumo e inversión
mantendría la demanda efectiva sólo si ahorro e inversión se igualaban siempre. Es
decir, si no se desviaran hacia colocaciones especulativas (o hacia una gran salida neta
de capital hacia otros países, o a paraísos fiscales, etc.). Cada vez que estalla una
burbuja especulativa muchos economistas convencionales suspiran aliviados por la
constatación, aparentemente tranquilizadora, que incluso a través de esa purga amarga
el mercado siempre acaba volviendo las cosas a su debido lugar: dado que con la
burbuja se había generado una riqueza dineraria «ficticia», piensan que la pérdida de
billones de euros o dólares en una caída bursátil o inmobiliaria resulta una «corrección»
inevitable. Curiosamente no acostumbran a preguntarse por el coste de oportunidad de
esa especie de indigestiones que siempre acaban en un gran vómito financiero. Es decir:
¿cuánta riqueza y ocupación reales podría haber generado y mantenido aquel f lujo de
ahorro evaporado en cada burbuja que estalla, si no hubiera ido a parar a colocaciones
especulativas? Tal como recuerda Andrew Glyn, sólo el rescate público de la quiebra
bancaria japonesa tras el estallido la doble burbuja inmobiliaria y bursátil de 1991 ha
costado a los contribuyentes el equivalente al 20% del PIB de Japón.
...a través de la especulación y la globalización financiera
Llegamos así a un punto fundamental: la propensión a la especulación y la obsesión por
la globalización que tanto caracterizan el capitalismo de los últimos treinta o cuarenta
años tiene que ver con dos rasgos muy básicos del cul-de-sac al que se llegó en la
última etapa de estanflación de los años setenta: 1) el agotamiento del potencial de
crecimiento de las tecnologías, mercados y productos de la anterior «época dorada» de
la Segunda Revolución Industrial en los países de la OCDE; y 2) el aumento más o
menos pronunciado de las desigualdades que las políticas neoliberales y neocons han
auspiciado para restaurar los beneficios y mejorar las expectativas empresariales. Tal
como lo ha resumido Joseph Stiglitz en su libro sobre Los felices noventa (2003): «la
conjunción de salarios más bajos, mayor crecimiento y aumento de la productividad
significaba una sola cosa: mayores beneficios. Y unas ganancias más altas, con unos
tipos de interés más bajos, condujeron al alza de la bolsa».
Es importante señalar, como el propio Stiglitz, que esa conexión entre la concentración
en manos de los más ricos de casi todo el ingreso adicional conseguido con el aumento
de productividad por un lado, y la especulación bursátil por otra, no era por completo
inevitable. ¿Por qué los f lujos de ahorro e inversión acabaron yendo a la especulación
bursátil e inmobiliaria? La atonía de la inversión en el stock de bienes de capital físico
no residencial, el extraordinario endeudamiento privado de las familias, la creciente
deuda exterior de un país que se permite el lujo de importar mucho más de lo que
exporta, y que una parte fundamental del papel de «locomotora» todavía jugado por la
economía norteamericana se ha basado en un keynesianismo militar perverso financiado
con un endeudamiento público astronómico, indican que alguna cosa muy importante
está fallando en la maquinaria económica del país capitalista más poderoso del mundo.
A lo largo de los últimos treinta o cuarenta años la reacción neoliberal ha conseguido
sus objetivos por lo que se refiere a reducir la inflación de precios y de «expectativas»
populares, remontando los beneficios, rompiendo el espinazo al movimiento obrero
precarizando y segmentando el mercado de trabajo, y redistribuir la renta de una forma
cada vez más desigual. Pero no ha conseguido recuperar las tasas de crecimiento del
producto y la productividad alcanzadas durante el anterior «época dorada» del
capitalismo de 1950 a 1970/80.
El espejismo de la «nueva economía» norteamericana y las falacias de la
«euroesclerosis»
Una de las letanías neoliberales que más insistentemente ha sonado en los últimos años
ha sido que la economía de la Unión Europea padecía de «euroesclerosis» debido a que
la poca «flexibilidad» de su mercado laboral impedía reducir el paro y aumentar la
productividad del trabajo del mismo modo como la economía de los Estados Unidos lo
estaba logrando con menos «regulaciones entorpecedoras».
El mismo sermón se le recitó al Japón, cuyo estancamiento se había iniciado por el
estallido de la doble burbuja inmobiliaria y bursátil provocadas precisamente por la
desregulación financiera, y se prolongó más de un decenio porque la tasa de beneficios
se mantuvo muy baja mientras la cuota de exportaciones japonesas se contrajo en un
tercio —del 8,25 al 5,5% mundial en diez años— debido a una revalorización de yen
que también tenía mucho que ver con la globalización de los flujos financieros. La
aplicación del «sistema estadounidense» de relaciones laborales propició una ola de
suicidios entre unos hombres maduros acostumbrados a ofrecer su lealtad sin fisuras a la
empresa que les daba trabajo de por vida, y se veían de repente despedidos o
prematuramente jubilados.
Un vez más el razonamiento no era otra cosa que el elemental supuesto de manual
según el cual si las alcachofas se encuentran «en paro» eso sólo puede ocurrir porque
quien las ha cosechado y llevado al mercado se niega a rebajarles el precio hasta
ajustarlo a la demanda. Como ha dicho el premio Nobel de economía Robert Solow,
«entre los economistas no es en absoluto evidente que el trabajo como bien económico
sea suficientemente distinto de las alcachofas.» Sin embargo, «Una vez que uno admita
que los salarios y el empleo están profundamente ligados a la condición social y a la
autoestima está uno abandonando el tratamiento que se da al mercado en los libros de
texto». Para cualquier persona normal resulta obvio que «el mercado de trabajo no
puede entenderse sin tener en cuenta que los participantes, en ambos lados, tienen ideas
muy claras de lo que es justo e injusto», lo que implica que «un empresario que paga a
su empleado un salario diario más bajo que el justo no puede esperar que su empleado
las responda con un día de trabajo justo».
Sylos Labini también señalaba en su último libro Torniamo ai clasici. Produttività del
lavoro, progreso tecnico e sviluppo economico (2005), que «las empresas necesitan de
un núcleo importante de trabajadores estables, que se identifiquen con la empresa,
mientras que los trabajadores contratados temporalmente no se sienten implicados en la
mejora de las capacidades específicamente adaptadas a los procesos productivos de la
empresa. Además, uno de los principales elementos de la flexibilidad consiste en la
libertad de despedir: si esa libertad encuentra trabas, eso favorecerá la presión de los
salarios al alza y estimulará la introducción de máquinas». El gran estudioso de la
economía del cambio técnico Nathan Rosenberg ya había señalado las luchas obreras
como un mecanismo impulsor de la búsqueda e introducción de innovaciones
tecnológicas, recuperando explícitamente las observaciones hechas por Karl Marx al
respecto. Aún resulta más irónico leer en cualquier historia económica de los Estados
Unidos que el racimo de innovaciones que le acabaron convirtiendo en el país líder de la
Segunda Revolución Industrial se generó precisamente porque al pagar en el siglo XIX
los salarios mas altos del mundo sus empresas tuvieron un fuerte incentivo para
automatizar la producción y reducir costes unitarios a través de la producción en masa.
Si esas consideraciones son ciertas, no parece que una mayor desregulación laboral y el
abaratamiento del despido sean buenas recetas para estimular la innovación tecnológica
y la mejora de la productividad del trabajo. Pero el neoliberalismo ha estado vendiendo
como algo indiscutible que el modelo de «flexibilización» laboral de los Estados Unidos
había conseguido en los años noventa del siglo XX reducir la tasa de paro y aumentar a
la vez la productividad, dejando atrás a la esclerótica Europa y el paternalismo laboral
de Japón. ¿Qué hay de cierto en todo eso?
Ya hemos visto que desde la estanflación de los años setenta y hasta los años noventa se
produjo una desaceleración de los aumentos de productividad del trabajo. Sin embargo,
dentro de ese panorama general, hasta 1995 el valor añadido por hora trabajada aumentó
el doble en Europa y Japón que en los Estados Unidos, donde las horas totales por
persona ocupada aumentaron hasta superar las trabajadas en los años cincuenta por sus
padres o abuelos. El único indicador que podía inclinar la balanza a favor del modelo
norteamericano era su tasa de paro, ciertamente inferior a la europea (aunque
comparable a la japonesa). Pero muchos estudios ya observaron entonces que los
resultados de su mayor «flexibilización» laboral consistían simplemente en crear más
puestos de «trabajo-basura» a costa de aumentar las tasas de pobreza. Tanto en su
magnitud como en la evolución cíclica entre 1970 y 1995 los datos mostraban una clara
similitud entre la tasa europea de paro y la tasa de pobreza en los Estados Unidos. La
disyuntiva parecía ser, por tanto, entre tener más parados con subsidio o más pobres
forzados a elegir entre un trabajo-basura o la mendicidad de un homeless.
Pero poco después, durante el boom de los «felices años noventa» y bajo la invocación
de la «nueva economía» de la información, pareció que las situación daba un vuelco en
favor de la flexibilidad laboral norteamericana, que habría obrado por fin el milagro de
aumentar a la vez la ocupación y la productividad: de 1995 al 2003 la tasa de aumento
de la productividad laboral se dobló en los Estados Unidos respecto al decenio anterior,
mientras en Japón se contraía un tercio y en Europa dos tercios. Las presiones para
precarizar y abaratar el mercado de trabajo europeo se redoblaron, hasta que ahora
comenzamos a comprobar al fin, quince años después, que aquellas virtudes milagrosas
de la «flexibilidad» laboral americana eran sólo un espejismo.
En primer lugar, y tal como señalaron muchos autores como Edward Luttwak, Gosta
Esping-Andersen o Vicente Navarro, las cifras oficiales de paro de los Estados Unidos
siempre han estado artificialmente sesgadas a la baja dado que su anormal población
carcelaria o en arresto domiciliario no computa como población activa. En 1980 uno de
cada 480 ciudadanos de los Estados Unidos estaba encarcelado, y ya entonces tenían la
mayor proporción del mundo. En 1995 lo estaba uno de cada 189, y en 2004 uno de
cada 205. En esa última fecha la cifra era en Islandia uno de cada 2.500, uno de cada
1.111 en Francia o uno de cada 714 en la Inglaterra post-thatcheriana y en España
(donde, por cierto, la reciente obsesión por endurecer las penas ha llevado la tasa de
encarcelamiento muy por encima de la media de la Unión Europea). Eso significa que,
por ejemplo, en el año 1997 había en los Estados Unidos 5,5 millones de personas bajo
la tutela del Estado: 1,8 en la cárcel y el resto en libertad condicional. Son, por lo
general, personas más pobres, de inmigración más reciente y color de piel más oscuro
que la composición media de la población estadounidense.
La «drogadicción» económica de los Estados Unidos en «los felices años noventa»
Pero aún hay más. El aumento de productividad registrado por la contabilidad nacional
proviene, obviamente, de un aumento de la facturación agregada superior al aumento
coetáneo de las horas realizadas por los trabajadores y trabajadoras con un puesto de
trabajo remunerado. Si tenemos en cuenta el aumento de la jornada de trabajo
experimentada en los Estados Unidos, y su menor tasa de paro oficialmente registrado,
la clave ha sido el aumento del valor añadido alcanzado durante el boom de los años
noventa. Un análisis pormenorizado de los mecanismos propulsores de ese último boom
de la «nueva economía», y de la difusión de las tecnologías de la información en los
diversos sectores, pone de relieve el decisivo papel que han jugado esos cuatro factores:
1) la caída del ahorro y un progresivo endeudamiento privado de las familias,
favorecido por unas rebajas de los tipos de interés que han auspiciado una fiebre del
consumo interno; 2) el incremento del gasto bélico del presidente George Bush jr., que
mientras predicaba austeridad fiscal al resto del mundo ha practicado sin inmutarse el
keynesianismo militar, convirtiendo el superávit presupuestario logrado por Bill Clinton
en un déficit público astronómico al que se han añadido los efectos de las rebajas
fiscales para los más ricos; 3) una devaluación suave y controlada del dólar, hábilmente
administrada por Alan Greenspan para frenar la caída de la competitividad de las
exportaciones americanas, y para protegerse de las importaciones de sus competidores
europeos o asiáticos; y 4) también, aunque en menor medida, la difusión de las
tecnologías de la información mediante la robotización de las cadenas de montaje, la
sustitución de tareas manuales en la gestión de stocks y el comercio mayorista o al
detalle —gracias al código de barras, la automatización logística y la informática—, y
su difusión en multitud de servicios financieros o administrativos a las empresas, o en la
industria del «entretenimiento» de masas. Tras unos años de perplejidad en los que
muchos economistas se habían preguntado cómo era posible que «los ordenadores se
vieran por todas partes menos en las cifras de productividad», sus efectos se han
empezado a notar escala agregada.
Si ahora comparamos esos cuatro factores con lo que ha estado ocurriendo en Europa
durante el mismo período, podemos empezar a entender con mayor claridad dónde
residen realmente los problemas de fondo con la productividad, para separarlos de otras
dimensiones de los datos oficialmente registrados que tan sólo son un espejismo
contable de carácter efímero. Mientras los neocons americanos practicaban con descaro
una política fiscal expansiva a través del gasto militar, y una política monetaria
expansiva reduciendo los tipos de interés que estimulaban la fiebre consumista y
contraían el ahorro interno, la Unión Europea adoptó en el tratado de Maastricht de
1992 unos criterios de convergencia para llegar a la moneda única que suponían abrazar
al dedillo los dictados del «consenso de Washington»: austeridad fiscal, presupuesto
equilibrado y prioridad absoluta de la lucha contra la inflación aumentado a la menor
señal inflacionaria los tipos de interés.
La camisa de fuerza neoliberal que la Unión Europea se impuso a sí misma se vio
reforzada por dos acontecimientos adicionales que se sucedieron a continuación. En
primer lugar, la caída del muro de Berlín dio paso a una unificación alemana consistente
en la deglución sin más de la antigua República Democrática Alemana
del este por la República Federal Alemana del oeste. La larga indigestión económica de
esa decisión, que dio al traste con las propuestas mucho más sensatas de una unificación
política y económica progresiva y dialogada propuesta por los movimientos ciudadanos
del este y las minorías ecosocialistas del oeste, ha comportado el fin del papel de
Alemania como locomotora económica de Europa, y ha generado una serie de tensiones
inflacionarias que han perdurado más de un decenio, induciendo al banco central
europeo a aplicar una política monetaria aún más restrictiva mientras los gobiernos
nacionales se creían obligados a reducir el gasto público.
El diferencial de tipos de interés entre la Unión Europea y los Estados Unidos
contribuyó, a su vez, a la hábil maniobra de la Reserva Federal de los Estados Unidos
dirigida por Alan Greenspan consistente en provocar una suave depreciación del dólar.
La correlativa alza del euro perjudicó a las exportaciones europeas y agravó las
dificultades de la economía alemana. Lo mismo ocurrió con la sobrevaloración del yen,
que prolongó el largo estancamiento japonés tras el estallido de su burbuja especulativa
en un país que había sido hasta los años noventa el campeón de las economías
exportadoras asiáticas. Finalmente, el mantenimiento del papel del dólar como moneda
de referencia y reserva internacional, unido al espectacular boom de la bolsa de Nueva
York, permitió atraer un f lujo creciente de inversiones extranjeras que llenaron el
hueco dejado por la fiebre consumista y la caída del ahorro interno de los Estados
Unidos.
Tal como Andrew Glyn concluía en su último libro, el denominador común de los tres
primeros factores propulsores de la tan cacareada «nueva economía» norteamericana de
los años noventa era su fragilidad. A pesar del papel jugado por el cuarto factor ligado a
la difusión de las nuevas tecnologías de la información, aquella última recuperación de
la economía de los Estados Unidos tenía unos fundamentos muy poco sólidos, que
ahora estamos comprobando con la crisis financiera y la recesión del 2008. Paolo Sylos
Labini también se dio cuenta de ello, cuando consideró que aquel era una especie de
boom «drogado»: «el riesgo más grave proviene, más que de la inflación, de una
recuperación «drogada» porque está condicionada por una creciente desigualdad en la
distribución de la renta. La desigualdad ha aumentado por varias razones, entre las que
se cuentan las medidas fiscales y el aumento de la relación entre el coste y el precio del
trabajo. Si consideramos la evolución de la ocupación por cuenta ajena y de las horas
totales trabajadas, y el casi estancamiento del salario real, la participación de la
retribución del trabajo en la renta ha disminuido. Esa recuperación se puede considerar
«drogada» dado que ha podido salir adelante gracias a los bajísimos tipos de interés, que
han permitido prolongar artificialmente la sostenibilidad de las deudas. Bajo la
superficie la economía muestra indicios preocupantes» (Torniamo ai clasici, 2005). En
vez de las falacias sobre la «euroesclerosis», habría sido mejor para todos y todas
prestar más atención a los problemas de la economía norteamericana con su peculiar
«drogadicción».
¿Qué ha estado ocurriendo, sin embargo, con el impacto económico de los ordenadores,
internet y la informática en ambos lados del océano atlántico? ¿Cuál es el verdadero
origen de los problemas de fondo con la productividad? Según sendos estudios de
Gordon y Blanchard, citados por Andrew Glyn, la mayor parte del diferencial de
productividad producido recientemente entre la Unión
Europea y los Estados Unidos proviene del papel jugado por la difusión de la
automatización informática en las redes comerciales a través de la adopción del modelo
Wal-Mart en la economía norteamericana. A pesar del crecimiento de las grandes
superficies en todas partes, su avance en la Unión Europea se ha visto
comparativamente limitado por la resistencia cultural, social y política a la adopción de
un modelo de comercio que comporta un grave deterioro socio-ambiental de las
ciudades y el territorio.
Tal como señalaba el propio Andrew Glyn, aquí ha comenzado a emerger un problema
de gran calado, a saber, que «esa forma ‘a la americana’ de aumentar la productividad
puede comportar un considerable coste en términos de calidad de vida». El avance del
modelo americano de grandes superficies comerciales también ha suscitado críticas y
movimientos en contra en los propios Estados Unidos, como atestiguan libros como la
Ciudad de cuarzo (2003) de Mike Davis o la actividad de grupos ciudadanos «Wal-Mart
Watch» (http://walmartwatch.com). De nuevo la diferencia es el carácter aún más
oligárquico de la democracia americana, donde la capacidad de las demandas sociales
para frenar o condicionar las opciones de los grandes inversores es comparativamente
menor.
Hay otros muchos ejemplos y dimensiones donde ya está emergiendo con claridad esa
disyuntiva entre optar por el crecimiento de la actividad mercantil o la mejora de la
calidad de vida. Uno particularmente importante es el tiempo libre, como alternativa a
una mayor producción y un mayor consumo de bienes. A partir de datos reunidos en un
documento trabajo de Alesina, Glaeser y Sacerdote para el NBER, Paul Krugman
observa en su último libro que los datos de PIB per cápita de los primeros años del siglo
XXI sitúan a Francia a un 74% de los correspondientes valores estadounidenses. A
partir de ese dato resulta muy fácil concluir que el proceso de «convergencia» con el
país líder se ha detenido en ese punto por culpa de la «euroesclerosis» francesa derivada
de la excesiva carga de su Estado del Bienestar, etc., etc. Sin embargo el PIB por cada
trabajador o trabajadora sólo es un 10% menor, y como su horario laboral es un 86% del
de los Estados Unidos, el PIB por hora trabajada resulta ligeramente superior en
Francia.
En términos de productividad del trabajo ambos países se encuentran, por tanto, más o
menos a la par, muy cerca de la «frontera tecnológica». Pero el modelo americano
consiste en trabajar más para consumir más, mientras la gente disfruta en Francia de
mayor tiempo libre. No se trata sólo de una jornada laboral más corta, también de una
población económicamente «activa» menor. Entre las edades comprendidas entre 25 y
44 años aproximadamente el 80% tiene un empleo remunerado en ambos países, de
modo que la diferencia reside en las tasas de actividad mercantil entre las personas más
jóvenes o de edad más avanzada: en Francia sólo «trabaja» a cambio de un salario el
25% de la población con edades comprendidas entre los 15 y los 24 años, frente al 54%
en los Estados Unidos; y entre los 55 y 64 años «trabaja» el 41% en Francia y el 62% en
los Estados Unidos. Por el contrario, en Francia cursan estudios secundarios el 92% de
los jóvenes entre 15 y 19 años, frente a 84% en los Estados Unidos, y estudian en la
universidad el 45% de franceses y francesas entre 20 y 24 años mientras en los Estados
Unidos sólo lo hace un 35%. Tal como concluye Krugman, «la cuestión auténticamente
relevante es qué aspectos del «hecho diferencial» francés pueden considerarse
problemáticos y cuáles, en cambio, cabe interpretar como opciones distintas y,
posiblemente, mejores.»
Los límites humanos al crecimiento: la «enfermedad de Baumol»
Me parece que aquella disyuntiva entre aumentar el valor añadido por hora trabajada en
los servicios comerciales, o preservar las ventajas socio-ambientales del pequeño
comercio de proximidad como herramienta para hacer más vivibles y menos
insostenibles nuestras ciudades y pueblos; o esa otra entre optar por trabajar más horas a
cambio de un salario y consumir más, o disfrutar de mayor tiempo libre y oportunidades
de estudio, pone sobre el tapete algo mucho más profundo todavía: la emergencia de los
límites al crecimiento de ese modelo económico que resulta cada vez más depredador.
Es importante darse cuenta que tales límites aparecen por varios lados a la vez, y a
veces en lugares insospechados que a primera vista casi nadie relaciona todavía con los
problemas ecológicos del cambio climático, el agotamiento de recursos como el
petróleo, las pesquerías, los bosques o el agua dulce, la degradación de los suelos, o la
pérdida de biodiversidad.
Un ejemplo interesante es lo que en economía se conoce como el «efecto» o la
«enfermedad» de Baumol. William Baumol es un economista muy convencional que se
dio cuenta que en los servicios en general resulta muy difícil aumentar la productividad.
Un cuarteto de cuerda del siglo XXI no logrará, por ejemplo, interpretar a Haydn o una
pieza de jazz de forma más «productiva» que en el siglo XVIII o XIX, aunque sus
integrantes aspirarán sin duda a cobrar un salario mucho mayor que sus predecesores.
Baumol no pone en cuestión la idea económica liberal que el salario se corresponda con
la productividad marginal del trabajo, pero considera que eso deberá ser verdad para la
economía en su conjunto, no necesariamente para todas y cada una de las actividades
que comparten un mismo mercado laboral. Eso le ha llevado a preguntarse por los
efectos a largo plazo de un cambio estructural que proyecte las demandas futuras hacia
los servicios, y concentre en ellos la mayor parte de su población activa. A ese problema
se le denomina «efecto Baumol», y su actualidad forzosamente debe acrecentarse en
una economía cuyos aumentos de productividad en el sector primario, combinados con
la saturación de las demandas de bienes alimentarios en la cesta de consumo, bombeó
primero grandes cantidades de trabajo excedente y renta familiar disponible hacia la
industria, para experimentar después exactamente el mismo proceso de cambio
estructural desde la industria hacia los servicios.
El boom de la «nueva economía» de los años noventa, y el supuesto que en su base se
encontraba la difusión de las tecnologías de la información en el conjunto de un tejido
económico dominado por los servicios, llevó a muchos economistas a proclamar que la
«enfermedad de Baumol» ya estaba curada. Pero es un optimismo muy prematuro. No
cabe duda que la informática e internet constituyen herramientas tecnológicas de uso
general que han abierto grandes posibilidades de reducir costes aumentando la
productividad de una parte importante de servicios, concretamente los llamados
servicios comerciales a las empresas que tienen que ver con las finanzas, la contabilidad
y administración, el diseño y —muy especialmente, como vimos— toda la logística del
almacenaje, la distribución y la venta. Pero la cosa cambia cuando pensamos en otro
tipo de servicios que las empresas industriales también han tendido a externalizar cada
vez más, como los de limpieza, mantenimiento y reparación, que ya resultan menos
afectados por el uso generalizado de ordenadores.
Sin embargo, es en el inmenso abanico de servicios de atención a las personas donde el
«efecto Baumol» dista mucho de estar superado, tanto si éstos los ofrecen grandes
instituciones públicas como ocurre con la educación, la sanidad o las guarderías
infantiles, como si se trata de cuidados o servicios de proximidad ofrecidos
privadamente y a muy pequeña escala en forma de clases de música, espectáculos
teatrales o atención a personas discapacitadas. Tal como ya ha ocurrido en el pasado con
el bombeo de mano de obra y poder adquisitivo de la agricultura a la industria primero,
y de la industria a los servicios después, quizá debamos subdividir el inmenso cajón de
sastre de esa economía dominada por los servicios en dos nuevos subsectores, los
servicios a las empresas y los servicios de atención personal, para preguntarnos a
continuación sino estamos asistiendo a otro bombeo hacia estos últimos.
Hay dos aspectos de ese proceso que merecen subrayarse. El primero consiste en
preguntarnos por qué la capacidad adquisitiva adicional, que los aumentos de
productividad y poder adquisitivo hacen posibles, tienden a derivarse precisamente
hacia servicios de atención a las personas. La cuestión invita a indagar si eso deriva
precisamente de cierta saturación experimentada en los otros componentes de la cesta
de consumo de bienes materiales, y tiene por tanto algo que ver con aquella vieja idea
de John Stuart Mill, a la que también se adhirió John Maynard Keynes, acerca de las
ventajas de dejar atrás la omnipresente búsqueda del crecimiento económico mercantil
como meta suprema:
No puedo […] considerar el estado estacionario […] con la natural aversión tan
ampliamente manifestada […] por los economistas políticos de la vieja escuela. Me
inclino a creer que supondría, en su conjunto, una mejora muy considerable de nuestra
situación actual. Confieso que no me atrae el ideal de vida que defienden quienes
piensan que el estado normal del ser humano es luchar por medrar; ni creo que quienes
pisotean, aplastan, se abren paso a codazos y ofenden a los demás (métodos que
conforman el tipo existente de vida social) sean el grupo más deseable de la humanidad.
[…] No sé por qué deberíamos congratularnos de que personas que ya son más ricas de
lo necesario dupliquen sus medios de consumir cosas que proporcionan escaso o nulo
placer excepto en su calidad de índices de riqueza. […] Sólo en los países atrasados el
aumento de la producción sigue siendo un objetivo importante; en las naciones más
adelantadas, lo que se necesita desde el punto de vista económico es una mejor
distribución […]. Apenas es necesario señalar que un estado estacionario del capital y la
población implica un estadio no estacionario de la mejora humana. Si los cerebros
dejasen de obsesionarse por el arte de medrar, seguiría habiendo las mismas
posibilidades de siempre para todo tipo de cultura intelectual y de progreso moral y
social; el mismo campo para mejorar el arte de vivir, y mayores probabilidades de
conseguirlo (John Stuart Mill, Principios de Economía Política, 1857; citado por
Edward Goldsmith y otros, Manifiesto para la supervivencia, Alianza, Madrid, 1972,
pp. 74-75).
El segundo aspecto relevante que subyace al «efecto Baumol» en los servicios
personales de proximidad es la razón última que limita o imposibilita del todo aumentar
la productividad tal y como se mide convencionalmente en la economía. Los
ordenadores ya han facilitado enormemente la gestión de historias clínicas en los
hospitales y centros de atención primaria, las matrículas y expedientes académicos en
los centros de enseñanza, o la contabilidad y el pago de nóminas en cualquier centro de
trabajo. Más allá de eso, ¿alguien cree que un programa de internet podría realmente
sustituir un diagnóstico médico? ¿Podría un vídeo del mejor especialista académico
sustituir las clases presenciales de cualquier universidad? ¿Sería lo mismo recibir un
masaje, los servicios de enfermería o una clase de violín de un robot? El problema de
fondo es que lo específico de los servicios de atención personalizada es precisamente
esa relación humana, y aplicar ahí el simple criterio mercantil de productividad es algo
que carece de sentido. Empeñarse en aumentar al máximo la cantidad de «producto»
ofrecido por hora de trabajo conduce rápidamente a reducir la calidad misma del
«servicio» en cuestión, hasta anularlo por completo.
Puede que signifique algo en sí mismo el hecho de que a partir de cierto umbral de
consumo de bienes materiales las nuevas demandas emergentes tiendan precisamente a
dirigirse hacia esos servicios personalizados de atención y cuidado, y que éstos se
resistan por su propia naturaleza a que se les apliquen los mismos criterios de
productividad que sirven para fabricar pantalones o lavadoras. La tendencia al aumento
del gasto sanitario, relacionado con el envejecimiento de la población y también la
mejora de las terapias, constituye un ejemplo muy significativo. Otro ejemplo relevante
es la expansión del gasto educativo, y en particular del coste de las universidades
públicas. También hay otros sectores relacionados con niveles más bajos de la cesta de
consumo donde esa resistencia de la naturaleza de la propia actividad a los métodos
convencionales de aumentar la productividad ya se habían manifestado anteriormente,
aunque quizá no les hayamos prestado la debida atención. Se trata justamente de
aquellos sectores que «trabajan con la naturaleza», con organismos vivos como en la
ganadería y la agricultura. La aplicación de la cadena de montaje al engorde de cerdos,
pollos y vacas ha conseguido reducir un poco el coste y los precios del producto, es
verdad, pero a costa de generar un monstruo que además de resultar energéticamente
ineficiente, muy contaminante y ecológicamente degradante, pone cada vez más en
riesgo la propia seguridad alimentaria.
El problema de fondo con la productividad de los servicios de atención personalizada
nos invita, por tanto, a relacionar entre sí los problemas derivados de la emergencia de
los límites ecológicos del crecimiento económico en una biosfera finita. Esos límites
son tanto externos como internos: se refieren al agotamiento de los recursos y los
servicios ambientales vitales de la Tierra, y también a los límites de nuestra propia
naturaleza humana. Pensándolo radicalmente hasta el final, el «efecto Baumol» quizá no
sea otra cosa que la emergencia de esos límites al crecimiento propios de nuestra
condición biológica y psicosocial como seres humanos. Ni el planeta ni nosotros
mismos podemos aguantar tanto crecimiento de la actividad mercantil, y admitir eso nos
conduce directamente hacia la crisis de los cuidados tanto en el ámbito personal como
en el entorno ecológico.
La crisis de los cuidados
Adentrarse en el problema de la inaplicabilidad del criterio mercantil de productividad a
los servicios de atención personalizada invita a traspasar el techo de cristal que
mantiene encerrada la visión económica dominante en el estrecho redil del mercado, al
que como mucho se le añaden los servicios públicos cuya contribución al PIB se
computa únicamente por el pago de nóminas al personal contratado y los funcionarios
que trabajan en ellos. Una vez que nos hemos liberado de ese velo mercantil, y nos
preguntamos cómo funciona realmente la cadena de actividades y trabajos que permiten
satisfacer (o no) las necesidades de la gente, descubrimos que por debajo de aquellos
eslabones superiores formados por el mercado y las instituciones públicas hay una
entera «cadena de sostén» formada por comunidades, unidades familiares y sistemas
naturales que proporcionan una serie de bienes y servicios vitales previos, sin los cuales
ni el Estado ni el mercado podrían funcionar. El reduccionismo que limita el campo de
visión de la economía a la parte superior que corresponde al mercado y el Estado —
midiéndola con el PIB— simplemente da por supuesto que aquellos bienes y servicios
de la Naturaleza, de los cuidados y capacidades que nos aportan las familias, o las
posibilidades que nos abren las redes sociales comunitarias, estarán siempre «ahí fuera».
Nunca faltarán.
Pero si últimamente hablamos tanto de «sostenibilidad» o «insostenibilidad» es
precisamente porque empezamos a intuir que la hipertrofia del eslabón mercantil que
corona la entera cadena de sostén puede estar minando realmente su propia base de
sustentación. Uno de esos problemas de sostenibilidad, y uno de los más importantes, es
la crisis de la inmensa tarea del cuidado biológico y emocional a las personas: niñas y
niños, personas enfermas o discapacitadas, ancianas y ancianos, y también de esos
hombres adultos en plena forma, no demasiado jóvenes ni demasiado viejos, y siempre
disponibles para dedicar una parte tan grande de su existencia a trabajar por un
salario (Cristina Carrasco, 2001). Históricamente, esa tarea de sostén de la condiciones
más elementales de la vida humana la han realizado sólo las mujeres en el ámbito
doméstico, de un modo no remunerado y socialmente invisible. Pues es en el seno de
esos tipos muy diversos de unidades familiares domésticas donde cualquier ser humano
nace, crece y se desarrolla. Es ahí donde a través de un entramado de cuidados
obtenemos un nombre y una identidad sexuada, adquirimos la autoestima básica que nos
permite ser individuos autónomos, y aprendemos la base del lenguaje y los hábitos
elementales que nos capacitan para formular culturalmente necesidades y deseos
propiamente humanos, y para interactuar con otros seres humanos adultos como
miembros de una comunidad, una sociedad, una civilización. El funcionamiento del
mercado y el Estado presupone ese soporte vital que recibimos de la red de
interdependencias de cada familia. Regresamos a ella cada noche para reponer fuerzas,
y es ahí donde cuidamos y nos siguen cuidando cada vez que alguien nace, crece,
enferma o envejece (véanse entre otros los interesantísimos textos de Anna Bosch,
Cristina Carrasco, Mª Ángeles Durán, Nancy Folbre, Elena Grau, Susan Himmelweit,
Maria Jesús Izquierdo, Maribel Mayordomo o Antonella Picchio).
La ingente tarea civilizadora del cuidado ha sido tan «silenciosa», y ha estado
milenariamente tan fuera del campo de visión oficial, que muchos aún no se han
enterado tampoco que en el proceso de la revolución más importante acaecida en el
siglo XX, las mujeres han dejado de considerarla su único destino. El viejo orden
simbólico del patriarcado está agonizando, o ha muerto ya, porque no consigue
«ordenar» los deseos y las opciones vitales de las niñas, adolescentes, mujeres y hasta
abuelas del mundo entero (Librería de Mujeres de Milán, 1996). El trabajo de cuidar a
los demás sigue siendo una responsabilidad que la mayoría de las mujeres asumen a lo
largo del ciclo vital, pero que ahora intentan combinar como pueden con el
alargamiento de sus años de estudio y formación, su permanencia en un empleo
remunerado, su carrera profesional, sus actividades sociales y políticas, sus relación con
otras mujeres y hombres, o el tiempo para ellas mismas. La generalización de esa
«múltiple presencia» —que va mucho más allá de una simple doble jornada de trabajo
mercantil y doméstica— está multiplicando el «hambre de tiempo» entre nuevas
generaciones de mujeres que andan constantemente subiendo y bajando eslabones de la
cadena sostén, entre el mercado, el Estado, la comunidad y las familias, como
verdaderas Malabaristas de la vida (Amoroso y otras, 2003).
Hay un segundo desencadenante de la crisis contemporánea de los cuidados, que ya
hemos mencionado anteriormente, y es en parte también resultado indirecto del
«empoderamiento» femenino en el control del propio cuerpo, de su sexualidad y
maternidad, mientras se enfrenta a una sociedad que permanece dominada por la visión
androcéntrica de lo que se considera, o no, «trabajo»: la espectacular caída de la
natalidad. Junto al alargamiento de la esperanza de vida derivado de las mejoras
sanitarias, esa drástica reducción de los nacimientos ha generado un envejecimiento de
la población que está multiplicando en todos los países desarrollados las necesidades del
número de personas que son más dependientes que otras. Los cuidados requeridos se
disparan, mientras mengua la capacidad de atenderlos desde el ámbito doméstico
familiar. Y eso ocurre porque, entre otras razones, la mayoría de hombres seguimos sin
asumir nuestra responsabilidad en la tarea de sostén de la vida, reequilibrando la
centralidad tradicional del empleo en nuestras biografías, nuestras prioridades
simbólicas y nuestra asignación de los tiempos. Permanecemos atónitos y desorientados
frente a esas mujeres que han hecho ante nuestras narices la revolución más honda del
siglo XX.
En tales condiciones, la crisis de los cuidados llama a la puerta de los eslabones
superiores del Estado y el mercado, en una sociedad que sigue siendo incapaz de
nombrar y dar valor a la entera cadena de sostén de la vida humana. Pero entonces
emerge, corregida y aumentada, aquella paradoja de la que ya hemos hablado a
propósito de los servicios a las personas y la «enfermedad de Baumol»: sin negar que
haya un cierto margen para que los recursos públicos o la contratación en el mercado de
los servicios de personas cuidadoras ayuden en la tarea del cuidar, y a sostener en parte
a las propias personas que cuidan, cualquier sustitución a gran escala de ese trabajo
gratuito realizado en el ámbito doméstico familiar significaría también la destrucción de
la calidad específica de la relación que permite a ese cuidado capacitar a otras personas
para su desarrollo humano. Dicho brevemente, el trabajo doméstico y la actividad de
cuidados realizados hasta la fecha mayoritaria-mente por gentes de «género femenino y
persona singular», o por redes de mujeres cada vez más largas y complejas —abuelas,
madres, hijas, hermanas, cuñadas, nueras, vecinas, etc.—, no podrá tener jamás un
«sustituto de mercado» adecuado. Tampoco el Estado puede ni debe asumirlo por
completo.
Dado que no es posible entender ni resolver esa crisis del cuidado sin resquebrajar por
completo aquel arraigadísimo orden simbólico, a la vez patriarcal y mercantil, que ha
silenciado la existencia de esos trabajos de sostén de la vida privándolos de todo valor
económico y político, su emergencia se expresa de momento a través de algunos
tímidos intentos de ampliar el llamado Estado del Bienestar con un «cuarto pilar» que
vaya más allá de la seguridad social, la educación y la sanidad públicas: se trata de leyes
sobre la «organización de los tiempos», la «conciliación entre trabajo y familia», o
como la reciente Ley de Protección de la Autonomía Personal y Atención a las Personas
Dependientes aprobada en España en el año 2006. El denominador común de tales
iniciativas, tan bienintencionadas y necesarias como insuficientes, es que están
condenadas a quedarse cortas tanto conceptualmente como en su dotación
presupuestaria mientras no se cuestione a fondo el viejo orden patriarcal en el ámbito
«privado» de la familia y el mercado, o en las políticas públicas del «Estadoprovidencia
».
Al intentar encajar la crisis de los cuidados en una serie de categorías dicotómicas
preestablecidas y obsoletas sobre lo «público» y lo «privado», «trabajo» y «empleo»,
«autonomía» o «dependencia», «dar» o «recibir» cuidados, «necesidades» o
«capacidades», o «cultura» y «naturaleza» —cuestiones todas ellas que al replantearse
de raíz obligarían a rehacer de nuevo la entera cadena de sostén de la vida humana—,
esos tímidos intentos legislativos autolimitan su alcance a la ampliación del ámbito
cubierto por las políticas públicas de bienestar. Eso ayuda a mantener el equívoco de
que se trata sólo de una serie de «nuevas» cuestiones menores, derivadas por ejemplo
del envejecimiento demográfico, a las que es posible dar cabida en el Estado del
Bienestar preexistente. Pero en cuanto se intentan aplicar esas leyes como la de
dependencia o conciliación entre trabajo y familia, pronto se descubre que aquello que
al principio parecía un pequeño estanque resulta ser un inmenso océano de necesidades,
cuya satisfacción únicamente a partir de recursos públicos exigiría unos niveles de gasto
ingentes, y en absoluto compatibles con las políticas económicas de contención del
gasto y rebaja fiscal para los ricos hasta ahora dominantes.
También se llega a una desmesura análoga si la «internalización» económica de ese
coste externo asumido por los cuidados gratuitos en el espacio doméstico se intentara a
través de su completa mercantilización. Incluso cerrando los ojos ante la evidencia que
nunca seria lo mismo, al perderse la dimensión subjetiva que impregna la relación
gratuita del cuidar; y pasando también por alto que los datos sobre uso del tiempo
minusvaloran la carga real completa del cuidado al no incorporar la simultaneidad de
tareas ni la distinta densidad emocional de los diversos tiempos, «las estadísticas sobre
la utilización del tiempo en 14 países industrializados hacen visible un total de trabajo
reproductivo no remunerado que es algo mayor a la totalidad del trabajo remunerado.
Así pues, el trabajo no remunerado constituye uno de los principales agregados del
sistema económico, aunque todavía no nos hemos adaptado debidamente a esta
evidencia, ni en la teoría ni en la política» (Antonella Picchio, 2001a). Según la
encuesta de uso del tiempo del año 2000 en España, más de dos terceras partes del
tiempo de trabajo anual se realiza fuera del mercado, en el ámbito doméstico familiar,
y las mujeres trabajan en conjunto —en actividades remuneradas y no remuneradas—
un 48% más que los hombres. La capacidad de compra de las familias no podría
«internalizar» jamás semejante agregado para la población en su conjunto.
De ahí no se sigue, sin embargo, que las políticas públicas o el gasto privado no tengan
nada que hacer al respecto. Amartya Sen considera factible y deseable, por ejemplo, que
en vez de reiterar una y otra vez meros «procesos de desarrollo económico orientados al
crecimiento» los países pobres emprendan una vía de desarrollo humano propulsado por
una política social, que «no aguarde a que aumenten de manera espectacular los niveles
de renta real per cápita, sino que actúe dando prioridad a la provisión de servicios
sociales [...] sin tener que esperar a ‘hacerse rico’ primero». De un modo análogo, Anna
Bosch también ha sugerido que una política pública innovadora de apoyo a los trabajos
de cuidado podría obtener resultados notables si unos recursos económicos modestos,
aunque significativos, se invirtieran de modo transversal y multidimensional en
«empoderar» a las mujeres y también los hombres que asuman la tarea del sostén básico
de la vida humana, sin pretender sustituirla ni añadirle meras muletas asistenciales
burocráticas y paternalistas, de modo «que las posibilidades sociales y económicas
disponibles sean recreadas y estimuladas por las propias mujeres» (Anna Bosch, 2006).
La clave reside en reconocer que todo el mundo necesita cuidados, y es a la vez capaz
de proporcionarlos. Que toda «necesidad» encierra también unas «capacidades» cuyo
desarrollo pueden estimular los recursos públicos. La ausencia de tales políticas
públicas dispara el gasto privado en la contratación mercantil de servicios de cuidado,
pero sólo en aquellas familias que se lo pueden permitir, y reproduciendo formas de
trabajo precario mal valorado y pagado que a menudo están a cargo —una vez más— de
mujeres pobres e inmigrantes cuyos hijos cuidan sus abuelas en el país de origen
(Precarias a la Deriva, 2005; Amaia Pérez, 2006).
Tampoco se percibe aún de modo general el profundo nexo común que enlaza esa crisis
de los cuidados con los graves problemas ambientales de nuestro tiempo: es la quiebra
conjunta de una «ecología del cuidado», que subyace tanto en la larga lista de
transformaciones que demandan los movimientos ecologistas en el tratamiento del agua,
la energía, los materiales y residuos o el territorio, como en la atención que reclaman
todas las mujeres del mundo que están diciendo «basta» a confundir con su destino
supuestamente natural la ineludible responsabilidad de atender a las necesidades
biológicas y emocionales de cualquier ser humano. Dado que este texto tiene por objeto
principal tratar de entender la crisis económica y sus interconexiones, y aunque más
adelante se apunten algunas pistas acerca de cómo transformarla en oportunidades para
el cambio social, la cuestión más decisiva a la que llegamos en ese punto es que el
sistema económico vigente sigue comportándose como un autista frente a las otras crisis
en curso, como la sorda «huelga» de los cui- dados y la superación de límites ecológicos
vitales, que son mucho más profundas que la quiebra financiera o la caída de la
inversión y la ocupación mercantil.
Los límites ecológicos del crecimiento: los informes al Club de Roma
Andrew Glyn se preguntaba en su Capitalism Unleashed (2006) hasta qué punto los
problemas relacionados con la crisis ecológica se estaban comenzando a introducir
también en la crisis económica de nuestro tiempo. Su respuesta tentativa consistía en
señalar como una posible manifestación a tomar en cuenta el reciente cambio de
tendencia experimentado por la evolución al alza de los precios relativos de los
minerales, otras materias primas, los alimentos básicos y el petróleo que ha tenido lugar
en los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI, y que está sin duda muy
relacionado con el «hambre de energía y materiales» del espectacular crecimiento de
China y la India. Pero a continuación se mostraba más bien cauto, considerando que en
todo caso se trataría de una conexión todavía menor respecto al papel jugado por otros
factores como la desigualdad, la desregulación y la globalización económico-financiera.
Dicho de otro modo: los problemas ecológicos están ahí, no cabe duda, pero la
economía establecida sigue sin darse por enterada.
Creo que cualquier economista ecológico sensato coincidiría con ese diagnóstico,
precisamente porque el problema de fondo reside en el autismo propio del sistema de
mercado regido por unas señales de precios y una estructura de incentivos para los que
el problema ambiental o la crisis de los cuidados no son otra cosa que pura
«externalidad». Quizá la única excepción sean las compañías aseguradoras cuyas tablas
actuariales de riesgo, que emplean para calcular las primas de los seguros de posibles
desastres naturales, empezaron a fallar estrepitosamente desde los años noventa. Eso las
ha convertido en uno de los primeros grupos de presión empresarial a favor de tomarse
en serio el problema del cambio climático, frente al poderoso lobby contrario formado
por petroleras e industrias del automóvil. Cabe suponer que esa situación cambie
progresivamente a medida que la crisis energética y su peligrosa conexión alimentaria,
junto al encarecimiento de los minerales metálicos y otras materias primas, vayan
interconectando el decurso de la crisis económica con una crisis ecológica de mucho
mayor calado.
De modo que el problema sigue siendo, en realidad, lo poco que aún están interrelacionadas
las manifestaciones cada vez más patentes del deterioro ambiental,
social y familiar con el sistema de precios y la toma de decisiones del funcionamiento
económico. El mantenimiento de los problemas económicos y socio-ambientales en
compartimentos mentales estancos es la principal barrera que impide tomar a tiempo
unas decisiones precautorias que podrían resultar de vital importancia para la trayectoria
del desarrollo humano a lo largo del siglo XXI. Si no hacemos nada para dirigir
conscientemente el funcionamiento de la economía hacia la sostenibilidad ambiental y
el cuidado de la vida humana, cuando los mercados dejados a su aire registraran por fin
la existencia de la crisis socio-ecológica a través de sus propios indicadores ya sería
demasiado tarde. Estaríamos sumidos en un verdadero colapso. Ese es el núcleo del
mensaje con el que Donella Meadows, Jorgen Randers y Dennis Meadows concluyen su
reciente reedición de Los límites del crecimiento
30 años después (2006): en vez de seguir creyendo a pies juntillas que «el sistema de
mercado nos traerá automáticamente el futuro que queremos, debemos decidir nosotros
mismos qué futuro queremos. Entonces podemos utilizar el sistema de mercado, junto a
otros dispositivos organizativos, para conseguirlo». Hay que planificar la transición, y
hacerlo con un nuevo tipo de planificación cuyos horizontes temporales sean mucho
más amplios que los experimentados hasta ahora.
La mayor capacidad de computación ha permitido mejorar y ampliar las prestaciones de
ese modelo World 3-03 que simula las interacciones a largo plazo entre la población, el
consumo de recursos, la inversión y renovación del stock de bienes de capital, la huella
ecológica o la contaminación y el deterioro ambiental a escala planetaria. Sin embargo,
nada de todo eso permite predecir en absoluto de manera detallada y realista el
comportamiento futuro del sistema mundial. Tal como señalan los mismos autores,
Simplemente no es posible hacer predicciones totalmente exactas sobre el futuro de la
población, el capital y el medio ambiente dentro de varios decenios. Nadie tiene
conocimientos suficientes para hacerlo, y hay muy buenas razones para creer que nunca
los tendrá. […] Por tanto, cuando diseñamos nuestro modelo formal del mundo, no fue
para hacer predicciones exactas, sino más bien para comprender los grandes trazos, las
tendencias del comportamiento del sistema. Nuestro propósito es plantear e inf luir en la
elección humana. Para ello no necesitamos predecir exactamente el futuro. Basta con
que definamos políticas que refuercen la probabilidad de un comportamiento sostenible
del sistema y reducir la gravedad del futuro colapso.
Lo que su modelo ofrece son únicamente diversas simulaciones de los posibles
escenarios que resultan de extrapolar las tendencias básicas de algunos de los factores
más relevantes y mejor conocidos, o su modificación. Lo más interesante de los
resultados obtenidos hasta la fecha con ese tipo de experimento mental es que a largo
plazo ocho de los diez escenarios básicos obtenidos con el modelo terminan en un
colapso global en algún momento del siglo XXI, más o menos próximo o lejano según
que una serie de cambios modifiquen las tendencias hoy dominantes (incluyendo
posibles ampliaciones del stock de recursos naturales por nuevos descubrimientos). El
desarrollo y aplicación de importantes mejoras tecnológicas que aumenten la eficiencia
en el uso de los recursos, y reduzcan la contaminación, sólo permitirían ganar tiempo. Si
fueran el único cambio relevante sólo retrasarían la llegada del colapso por
extralimitación.
La buena noticia es que hay por lo menos dos escenarios que permitirían evitar el
colapso, o reducirían mucho sus efectos si se acaba produciendo. Son aquellos en los
que el sistema logra entrar en una senda sostenible combinando los siguientes logros
simultáneos: 1) el mundo aspira a una población y un producto industrial estable que
permita a 8.000 millones de personas vivir con un alto índice de bienestar humano, sin
pretender aumentarlo; 2) incorpora tecnologías que reduzcan la huella ecológica
humana y la contaminación hasta niveles absolutos no muy superiores a los de 1900; 3)
dedica un especial esfuerzo a conservar los recursos naturales y
servicios ambientales vitales, en especial al mantenimiento y mejora de los suelos
agrícolas que permitan aumentar sosteniblemente el rendimiento de la tierra. La
principal diferencia entre el noveno y el décimo escenario es el momento en el que se
toma la decisión de emprender esa revolución de la sostenibilidad: si se tomara en 2002
la simulación del modelo indica que no se evitarían por completo algunas peligrosas
retroalimentaciones que podrían provocar disminuciones temporales de algunos
indicadores del desarrollo humano; en cambio, éstas se podrían haber evitado por
completo si la transición hacia una economía sostenible ya se hubiera iniciado en 1982.
Esa es, según Donella Meadows, Jorgen Randers y Dennis Meadows, «la diferencia que
pueden suponer veinte años» en la toma de decisiones. «En algún momento dado,
retraso significa colapso», y «cuanto más alta sea la cota en que la sociedad fije sus
objetivos en materia de población y nivel de vida material, tanto mayores son los
riesgos que corre de extralimitarse y erosionar sus límites.»
Tras esa breve exploración de los límites ecológicos al crecimiento económico sin fin,
volvamos ahora al análisis de los factores que de momento más influyen a corto plazo
en la trayectoria de la crisis económica de nuestro tiempo sin dejar de atender a sus
incipientes conexiones con la crisis socioambiental global.
La atonía de la inversión real en bienes de capital físico no residencial
El capitalismo neoliberal ha logrado en los últimos treinta o cuarenta años remontar a
favor del capital el callejón sin salida al que se llegó con la estanflación de los años
setenta, a base de un retorno hacia las políticas y culturas del capitalismo salvaje
anteriores a la Primera Guerra Mundial. Pero hay dos indicadores muy significativos de
que no ha conseguido resolver el problema de fondo derivado del agotamiento
económico de las tecnologías, las fuentes de energía y los productos de la Segunda
Revolución Industrial. El primero es un tema que se ha estudiado y debatido mucho
últimamente por la economía ecológica y ambiental: el despliegue de las nuevas
tecnologías de la información y el cambio estructural hacia una economía donde
predominan los servicios de todo tipo no parece haber comportado ningún proceso de
desmaterialización inequívoca de los f lujos de valor añadido a escala global. Aunque
en países y períodos determinados puede encontrarse algunos ejemplos de reducción
relativa del cociente entre toneladas de materiales requeridos por unidad de PIB (una
desmaterialización relativa), no ha habido hasta la fecha ninguna desmaterialización
absoluta salvo en casos y momentos de catástrofe económica —como la caída del 40%
del PIB experimentada tras la disolución de la URSS en Rusia y las demás repúblicas
que la integraban—. La máquina económica sigue devorando, a medio y largo plazo,
cantidades siempre crecientes de energía y recursos naturales de todo tipo.
Eso contrasta con la existencia de un gran potencial de mejora de la eco-eficiencia en el
uso de la energía y los materiales en todos y cada uno de los procesos productivos, tal
como han puesto de manifiesto propuestas como la de Ernst von Weizsäcker, Hunter
Lovins y Amory Lovins al Club de Roma que lleva por título Factor 4. Duplicar el
bienestar con la mitad de los recursos naturales; o la del Factor
10 Institute dirigido por el ingeniero Friedrich Schmidt-Bleek. La explicación reside en
el hecho que, por el momento, las tecnologías de la información parecen haberse
aplicado mucho más a prolongar la vida de las viejas tecnologías de la Segunda
Revolución Industrial —a través de la robótica en las cadenas de montaje, la logística
del comercio mayorista y minorista, o los servicios a las empresas— que a propulsar
una nueva ola de innovaciones técnicas y energéticas orientadas a hacer más sostenible
ecológicamente la economía. Tras constatar la importancia relativa de los cambios
introducidos en las cadenas comerciales, como el código de barras y la gestión
informática de estocs, dentro de los factores tecnológicos que han propulsado el
modesto aumento de la productividad del trabajo registrado en los años noventa,
Andrew Glyn concluía precisamente que «las compras de productos de la new economy
(ordenadores y software) deben haber contribuido a expandir la productividad en
aquellos sectores de la old economy».
El segundo indicador es la evolución reciente de la inversión real, la que permite
renovar e incrementar el stock de capital fijo no residencial, que ha permanecido muy
baja e incluso ha experimentado una peligrosa caída en todos los países de la OCDE.
El boom de los años noventa ha significado un rápido ascenso desde el nivel más bajo
de formación bruta de capital de toda la segunda mitad del siglo XX, para equipararse
tan sólo al máximo alcanzado en los años ochenta y volver a desplomarse al mínimo de
forma aún más brusca con la crisis del 2000-2001. Esa atonía del esfuerzo inversor
interior, y el lento aumento del stock de bienes de capital reales, ha sido un rasgo
todavía más marcado en los Estados Unidos, aquel país que había hecho avanzar la
«frontera tecnológica» de la Segunda Revolución Industrial. Si relacionamos este hecho
con el enorme y creciente déficit de la balanza de pagos de la economía norteamericana,
llegamos a un resultado muy revelador. Tal como observa Andrew Glyn, en el año 2002
el endeudamiento exterior de la economía norteamericana llegó a representar una
cantidad comparable a toda la inversión neta interna. Es decir, «que la totalidad del
magro ahorro de las familias era íntegramente absorbido por el déficit de la balanza de
pagos y la inversión en inmuebles de nueva construcción, dejando la financiación de
toda la inversión neta de las empresas de los Estados Unidos al ahorro de los demás
países». Resulta, ciertamente, «una situación sorprendente tratándose de la economía
más rica del mundo».
Visto en perspectiva, el balance de esos últimos treinta o cuarenta años de políticas
neoliberales y neocons es bastante claro: han conseguido incrementar de nuevo los
beneficios, pero a costa de contener el aumento de los salarios reales hasta el punto que
en los Estados Unidos una generación entera de familias trabajadoras ha tenido por
primera vez en la historia de este país la experiencia de vivir peor que sus padres y
madres. Mientras tanto, el aumento de la productividad y el propio ritmo de crecimiento
económico a largo plazo se han mantenido muy bajos, inferiores en cualquier caso a los
de la «época dorada» de 1950 a 1970, con la única y significativa excepción de los
crecimientos que la segunda globalización ha puesto en marcha en China, la India,
México, Brasil y algún otro lugar del extremo oriente o América Latina.
Si no estoy equivocado, la razón última de la relativa lentitud del crecimiento del
producto y la productividad reside en la dificultad de fondo para encontrar un nuevo
conjunto de tecnologías que sea capaz de propulsar una nueva ola de innovaciones. Esa
apreciación se funda en una interpretación muy histórica, basada en el análisis
comparativo. Pero vale la pena relacionarla también con las dificultades de la teoría
económica para explicar el crecimiento.
La máquina del crecimiento se alimenta de energía barata
Las primeras teorías del crecimiento económico partieron de intuiciones e hipótesis
derivadas de Joseph A. Schumpeter, que llevaron al supuesto que el motor del
crecimiento debería encontrarse en la inversión de capital. La primera generación de
teorías basadas en la contabilidad del crecimiento, desarrolladas por Robert Solow y
otros economistas, lo intentó demostrar descomponiendo el aumento del PIB en función
de los incrementos respectivos de capital y trabajo ponderados por su participación en la
distribución de la renta —que supuestamente remuneraría la «contribución» de cada
factor al aumento del producto—; la sorpresa fue que el aumento del valor del stock de
capital, y también de la cantidad de trabajo asalariado, sólo explicaban una parte más
bien pequeña del crecimiento registrado. Aunque muchos economistas interpretaron
aquella anomalía considerando que el porcentaje «residual» del crecimiento no
explicado por la función agregada de producción provendría de la contribución del
cambio técnico o la mejora en la asignación de los recursos, el propio Solow reconoció
que eso era apelar a un factor exógeno que no estaba incorporado a la propia
formulación de la teoría. El famoso «residual», dijo, constituía «la medida de nuestra
ignorancia» sobre qué es y cómo se produce el crecimiento económico.
Ante aquel callejón sin salida analítico la mayoría de teóricos del crecimiento
económico dieron un giro radical que los alejó cada vez más de la visión tecnológica
schumpeteriana del crecimiento a largo plazo. Dado que el problema podía derivarse del
hecho que la valoración monetaria del stock de capital y la fuerza de trabajo empleados
en la producción no tiene por qué reflejar bien la mejora de su eficiencia productiva,
resultaba razonable dirigir la atención hacia la mejora de las capacidades de dichos
factores a través de la incorporación de mayores dosis de información y conocimiento.
Sin embargo, la corriente principal de las nuevas teorías «endógenas» del crecimiento
no fueron a buscar esa mejora de la eficiencia y la capacitación en el stock de bienes de
capital, sino en el trabajo. Eso ha abierto líneas de investigación sin duda muy
fructíferas sobre el papel jugado en el crecimiento económico a largo plazo por cosas
como la alfabetización (literacy), la capacidad de cálculo (numeracy) o la mejora
general del nivel educativo. Por ejemplo, Jan Luiten van Zanden y Tine de Moor han
constatado una reducción a largo plazo del diferencial de remuneración (skill premium)
logrado en Europa por las personas con capacidad de leer y contar antes de que
comenzara la Revolución Industrial. Eso parece indicar que cuando aquellos
conocimientos básicos dejaron de ser el privilegio monopólico de una minoría, también
empezaron a convertirse en una fuerza propulsora de la innovación económica.
Pero ese giro de la segunda generación de teorías «endógenas» del crecimiento ha
comportado una acusada tendencia a sustituir la idea original de trabajo por una noción
de «capital humano» que resulta a menudo muy etérea, y cuya medición cuantitativa
suele acabar siendo tautológica (por ejemplo cuando se quieren «explicar» variaciones
en la distribución de la renta por un aumento del «capital humano», que a su vez se
mide por el skill premium). Mientras tanto se sigue ignorando el papel que también
podría haber jugado la información «incorporada» a los bienes de capital, que devienen
más eficientes a través de un cambio técnico que deriva a su vez de la mejora del
conocimiento. La única pequeña gran excepción ha surgido muy recientemente de las
filas de la economía ecológica y los especialistas en ecología industrial, quienes han
comenzado a emplear la noción termodinámica de exergía —es decir, la inversa de la
entropía medida por la capacidad de cualquier sistema de efectuar un trabajo— para
contar en términos energéticos el trabajo útil final (usfeful work) desarrollado por el
conjunto de bienes de capital de que dispone la economía.
Esa teoría alternativa ha sido desarrollada por Robert Ayres, Benjamin Warr y otros
autores, y ha conseguido explicar econométricamente la casi totalidad del crecimiento
de la economía de los Estados Unidos en el siglo XX —es decir, sin el famoso
«residual»—, descomponiéndolo en tres factores: el aumento del trabajo asalariado
empleado (labor), del stock de bienes de capital valorado monetariamente, y de la
exergía o trabajo físico útil (useful work) obtenido de todas las fuentes de energía
inanimada empleadas por aquellos trabajadores y aquellas máquinas, instalaciones o
infraestructuras. La idea básica es que la disponibilidad de energía útil final ha
multiplicado la cantidad de bienes y servicios que se puede obtener de una determinada
combinación de capital y trabajo medida en términos monetarios.
Emplear la exergía o el «trabajo físico útil», y no la energía primaria total consumida, es
muy importante por dos motivos. En primer lugar porque los intentos anteriores de
introducir la energía como factor explicativo del crecimiento habían fracasado al
constatar que éste sólo está fuertemente correlacionado con el consumo de energía
primaria a corto plazo, pero a medio o largo plazo la correlación desaparece por la
variación experimentada en la eficiencia energética. Al calcular la exergía medida por el
trabajo físico útil obtenido, descontando el conjunto de pérdidas de transformación
experimentadas a lo largo de la cadena de convertidores empleados para obtener esos
servicios finales, el factor explicativo introducido en la función de producción recoge no
sólo la energía inanimada sino también la información «incorporada» al proceso de
producción. Pues es precisamente el conocimiento lo que permite aumentar la diferencia
entre energía primaria y exergía, incrementando la eficiencia.
Hay dos razones por las que ese nuevo enfoque puede acabar superando los problemas
de la primera y la segunda generación de teorías del crecimiento económico. En primer
lugar, porque regresa al mundo biofísico de la tecnología, la energía, los materiales
(dado que como medida del valor físico la exergía puede calcularse también para los
materiales, por su alejamiento del estado de máxima entropía) y la información. Tal
como ya señaló Nicholas Georgescu-Roegen —citando a Justus von Liebig— «la
civilización es la economía de la energía» (considerada como baja entropía o exergía).
La teoría de Robert Ayres parte precisamente de la idea que la máquina del crecimiento
está propulsada por inyecciones crecientes de energía exosomática, que devienen
asequibles y se difunden masivamente cuando su precio relativo experimenta un
acusado descenso.
Tal como también enunció Georgescu-Roegen —y previamente Podolinski había
sugerido a Marx y Engels—, eso implica considerar que cada nueva etapa de la historia
económica de la humanidad se ha basado en el descubrimiento y explotación de nuevas
fuentes de energía barata. Dicha formulación resulta, en segundo lugar, congruente con
los planteamientos y resultados alcanzados por la investigación en historia económica y
ambiental. Por ejemplo, la que en los últimos años se ha desarrollado en centros como el
IFF de Viena, que dirigen la socióloga Marina Fischer-Kowalski y el ecólogo Helmut
Haberl, aplicando la nueva contabilidad económico-ecológica de la energía y los
materiales movidos por el metabolismo social al estudio de las transiciones
socioecológicas a largo plazo.
Hay una última derivación de esa nueva teoría económico-ecológica del crecimiento
que resulta especialmente atractiva: adoptarla exige prescindir del reparto de la renta
entre capital y trabajo que la teoría convencional emplea como coeficientes de
ponderación de la supuesta contribución de cada factor al incremento del producto.
Obviamente carece de sentido pensar que la contribución de la energía útil sea
proporcional al f lujo de renta que la retribuye, y eso lleva directamente al abandono del
supuesto que cada factor por separado pueda ser retribuido de la misma forma. Hay que
admitir, por tanto, que la productividad económica es siempre conjunta dado que —tal
como Marx no se cansó de repetir— en el proceso de producción capital y trabajo han
de cooperar necesariamente (o, dicho en el lenguaje económico actual, son factores
mucho más complementarios que sustitutivos). La distribución no está pues
predeterminada por la producción —tal como ya señalara Piero Sraffa—, y dentro de
unos márgenes determinados en último término por la tecnología disponible, puede
cambiar según la fuerza de negociación relativa del capital y el trabajo, según el tipo de
políticas públicas que se apliquen, y también según la clase de valores que imperen en
la sociedad. Para la gente normal y corriente eso parece una obviedad, pero para la
mayoría de economistas aún resulta una herejía.
Pues bien, según esa línea interpretativa reciente hay una razón muy importante que
explicaría por qué las tecnologías se articulan en conjuntos o «racimos» que se difunden
lentamente hasta agotar su potencial: es la combinación de energía e información que
las propulsa y organiza. Si eso es cierto, una razón de fondo por la que estaría
resultando un proceso tan largo y difícil encontrar ahora un nuevo racimo de tecnologías
capaces de abrir nuevos sectores de inversión no especulativa, sería la incertidumbre
sobre hacia dónde debería encaminarse la tercera transición energética de la era
industrial. La primera transición fue el paso de una economía basada en el sol y la
biomasa a la era del carbón mineral. La segunda fue el tránsito del carbón a la era del
petróleo barato. Pero un vez llegados al fin del petróleo barato, ¿hacia dónde debemos
ir?
El fin del petróleo barato y la crisis energética
Hay un par de teorías que intentan explicar por qué a medida que vayamos quemado el
stock de petróleo existente en la corteza terrestre la tendencia de fondo de los precios de
la energía debería aumentar exponencialmente, a partir de cierto punto, mientras el
sistema energético se siga basando en ese recurso no renovable. La primera se encuentra
en el propio núcleo duro de la teoría económica convencional. Resulta curioso que
todos los economistas la aprendan en la facultad, pero cada vez que salta a la opinión
pública el problema del agotamiento del petróleo el ref lejo condicionado de la mayoría
de economistas ha sido y sigue siendo todavía afirmar enfáticamente que los precios del
petróleo no pueden ni deben subir de manera sostenida.
Esa primera teoría es el modelo de Hotelling, que viene a decir que el precio de cada
unidad que vaya quedando, tras consumir otra del stock finito de cualquier recurso no
renovable, deberá ir subiendo para ref lejar el hecho que su valor de escasez aumenta.
Mientras la parte consumida representa una proporción pequeña en relación al total,
aquel incremento del valor tiene un impacto también muy pequeño sobre el precio final.
Pero cuando se haya consumido una gran parte del stock el efecto deviene muy grande,
y eso debe provocar que el precio aumente exponencialmente expresando su
agotamiento progresivo. En el mundo mecánicamente newtoniano de la economía
teórica neoclásica, eso debería asegurar que la explotación del recurso sea
«perfectamente racional», al inducir el sistema de precios la búsqueda de un nuevo
recurso sustitutivo cuando cada recurso no renovable se aproxima a su última hora.
Hay, sin embargo, una importante ambigüedad calculada dentro de esa formulación:
¿cuánto es «una cantidad muy grande» de un stock finito?, ¿en qué momento cabe
esperar que los precios comiencen a encender el semáforo rojo de la escasez? Como las
demás teorías de la economía convencional, el modelo de Hotelling sólo emplea
precios, cantidades y tipos de interés haciendo abstracción de las realidades físicas,
geológicas y energéticas. No tiene en cuenta, por ejemplo, si hay diferencias de calidad
y accesibilidad al recurso no renovable en cuestión —como si el petróleo fuera por
ejemplo sólo un líquido negro homogéneo encerrado en unos tanques de medida regular
situados a idéntica profundidad en la corteza terrestre—, o si aumenta el gasto de
energía necesario para poner en el mercado cada nuevo barril de petróleo. Sólo habla
del valor de escasez percibido por el propietario del stock del recurso, las empresas que
lo extraen, refinan y distribuyen, y sus compradores finales. Sigue presuponiendo
idealmente que todos esos agentes confrontan sus percepciones y expectativas en el
mercado, donde se formará un precio que desde ese punto de vista no difiere para nada
del que esos mismos agentes puedan atribuir por ejemplo a un activo financiero.
Tal como se ha criticado desde la economía ecológica, la ambigüedad de ese modelo
presupone una fe ciega en la racionalidad de los agentes que intervienen en el mercado
para percibir el grado de escasez presente y futura de un stock no renovable, cuya
cuantía absoluta desconocen, y sin que en ello interfieran para nada sus intereses o
prejuicios a corto plazo. Cualquier agnóstico, hereje o ateo de esa religión de los
mercados perfectos dudará mucho, sin embargo, que la capacidad de alerta de tales
agentes sea lo bastante fina para generar a tiempo un alza de los precios relativos que
estimule un proceso de sustitución viable y no traumático.
Sabemos, además, que el petróleo es una pasta viscosa de densidades y composición
diferentes, que se encuentra impregnando rocas distintas de un modo bastante parecido
a un terrón de azúcar embebido de cualquier líquido. Para extraerlo se requiere una
fuerza de succión, y del mismo modo que ocurre si sorbemos con una paja el líquido
que impregna el terrón de azúcar en cuestión, al principio parece fácil pero a medida
que va quedando menos líquido la succión requerida se hace mucho mayor. Al final
siempre queda un poco de líquido que no podemos extraer. Dicho en los términos de la
economía ecológica, con el progresivo agotamiento aumenta al coste energético de
obtener cada unidad adicional de energía extraída del petróleo.
Es lógico que las primeras bolsas de petróleo que se descubrieron y explotaron fueran
las más grandes y fáciles de encontrar. El ritmo de nuevos descubrimientos se ha ido
reduciendo, y los nuevos yacimientos han aparecido a profundidades mayores y en
lugares de más difícil acceso. El primer petróleo consumido también era el menos
pesado y más fácil de refinar, el que queda es más viscoso y con mayores impurezas. En
definitiva, la explotación del petróleo se enfrenta a costes crecientes y rendimientos
decrecientes, como en cualquier otra actividad económica en el planeta Tierra. Esa
perspectiva llevó a un geólogo experto en yacimientos de petróleo a formular la otra
teoría que lleva su nombre, la curva de Hubbert. Lo que predice la curva de Hubbert es
que la evolución histórica de la explotación del recurso tenderá a seguir la trayectoria de
una distribución normal, en forma de campana. Primero aumentará lentamente, mientras
se pone a punto la tecnología de prospección y explotación. Después lo hará a un ritmo
cada vez más intenso, mientras se encuentran y explotan los yacimientos mejores con
costes unitarios decrecientes —gracias a las mejoras tecnológicas y economías de
escala— o constantes. Pero cuando comienzan a emerger los costes crecientes y los
rendimientos decrecientes de los yacimientos peores, la explotación llegará a un «pico»
a partir del cual se iniciará un descenso más o menos simétrico al ascenso precedente.
Es obvio que por esta vía se llega a un resultado similar que con el modelo de Hotelling:
llegará un momento en que los precios se disparen y las cantidades consumidas
desciendan. Pero también hay una gran diferencia, y es que la forma más o menos
normal de la curva de Hubbert sitúa con claridad el momento en que se supera el «pico
del petróleo» alrededor del punto en el que ya se haya explotado la mitad de todo el
stock del recurso existente en la corteza terrestre. Ese es un dato geológico concreto,
que no depende únicamente de oscuras expectativas o percepciones mercantiles de los
inversores, explotadores y consumidores de petróleo. Aunque no es posible conocerlo
con absoluta precisión por anticipado, se puede aproximar con bastante tiento a partir de
la información histórica disponible.
El «pico del petróleo» y después
Si todo eso está tan claro en el ámbito de la geología y la economía ecológica, ¿por qué
sigue habiendo tanta resistencia a admitir que debemos encarar un escenario de
encarecimiento estructural, no meramente coyuntural o episódico, de los precios del
petróleo? El argumento favorito del optimismo energético de los economistas
tradicionales ha sido el desconocimiento del stock total, y la esperanza que aún queden
yacimientos por descubrir. La calculada ambigüedad de la formulación del modelo de
Hotelling contribuye sin duda a ese optimismo. Aunque la evidencia demuestra lo
contrario, muchos aún creen que cualquier aumento del precio del petróleo estimulará la
búsqueda y explotación de nuevos yacimientos que volverán a hacer bajar los precios.
La prospectiva energética del fin del petróleo barato se ve oscurecida por el hecho que
los precios del petróleo también responden a corto plazo a otros factores, como la
evolución de la demanda en función del crecimiento, y a movimientos especulativos en
los mercados de futuros. A medio plazo también influyen las inversiones y el ritmo de
actividad en la capacidad instalada de refino, o la gestión estratégica de los estocs. Las
propias estimaciones de las reservas existentes son un secreto muy bien guardado por
las grandes empresas petroleras privadas o públicas, y que también gestionan
estratégicamente porque afecta su cotización en bolsa.
La producción editorial del libro que hemos editado Quim Sempere y yo en 2008 sobre
El fin de la era del petróleo barato sufrió un cierto retraso, gracias al cual salió a la
calle coincidiendo con la última gran aceleración alcista del precio del petróleo. Aunque
los textos originales se habían escrito un par de años antes, eso nos hizo efímeramente
populares: durante unas pocas semanas los medios de comunicación nos persiguieron
para que fuéramos a dar la noticia que el petróleo barato se había terminado. Ahora,
cuando la recesión mundial contrae la demanda y los precios han vuelto a caer, parece
como si el tema hubiera dejado de estar de moda.
Nosotros no hemos dicho nunca que el precio del petróleo no bajaría. Lo que pensamos
y dijimos es que hay indicios claros que estamos muy cerca del «pico del petróleo».
Algunos pesimistas piensan que ya lo podemos haber cruzado, mientras otros más
optimistas creen que lo cruzaremos en los próximos diez años. Tanto en un caso como
en el otro, la previsión no puede ser otra que la tendencia de fondo en la evolución a
largo plazo de los precios del petróleo será al alza. Pero una cosa es la tendencia de
fondo a largo plazo, y otra distinta las variaciones a corto plazo. Es seguro que el
petróleo bajará de precio, y no una sino muchas veces en función de la evolución a corto
plazo de la demanda, la capacidad de refino, los movimientos especulativos y la gestión
de los estocs. Lo que decimos es que después de cada caída el alza siguiente será
probablemente mayor, y que por tanto a largo plazo el resultado neto será un incremento
tendencial sin retorno.
A todo eso hay que añadir que incluso si aumenta tendencialmente como predice la
curva de Hubbert, el precio del petróleo seguirá siendo barato al no reflejar sus
externalidades ambientales. Los impactos externos que comporta la explotación del
petróleo a ese precio engañosamente bajo se trasladan hacia las generaciones futuras, y
por partida doble. Por una parte la explotación sostenible de una fuente energética no
renovable exigiría que el precio incorporara el coste de sustitución por otro recurso
renovable que proporcione en el futuro el mismo servicio —por ejemplo parques
eólicos y solares que lo sustituyan progresivamente—, tal como se establece en el
criterio de «sustitución sostenible» de Herman Daly. En segundo lugar, está la herencia
del reforzamiento del efecto invernadero derivado de la acumulación en la atmósfera del
CO2 liberado por la quema del petróleo y los demás combustibles fósiles, y sus
consecuencias para el cambio climático, que debería internalizarse aplicando
consecuentemente el principio de «quien contamina paga».
Por tanto, será mucho mejor para todos que admitamos cuanto antes que el precio del
petróleo debe subir; que más vale que nosotros mismos decidamos con un acuerdo
internacional hacerlo subir de manera paulatina y progresiva, antes que eso mismo
ocurra de forma volátil y descontrolada; y que nos pongamos a acelerar la tercera
transición hacia otro modelo energético basado en las energía renovables. También es
esa la mejor opción para hacer frente al cambio climático y evitar preventivamente los
peores efectos de esa arriesgada caja de sorpresas.
La crisis energética, la estanfación y el peligro de depresión con defación
Hay un último aspecto de la conexión profunda entre la crisis económica y la crisis
energética que vale la pena comentar: cada una por su lado tira del equilibrio
macroeconómico en direcciones opuestas. El fin del petróleo barato y el encarecimiento
de la energía tiende a reproducir situaciones de estanflación como las vividas en los
años setenta, y que en siglo XXI podrían convertirse cada vez más en una situación
crónica. Pero el estallido de las burbujas especulativas, las caídas bursátiles, la
contracción de la inversión privada y el aumento del paro tienden a generar la clásica
combinación depresiva de recesión con deflación. Si las dos tendencias contrapuestas se
suceden una a otra de forma vertiginosa, eso podría anular fácilmente el margen de
maniobra de las políticas macroeconómicas tradicionales: las alzas de tipos de interés
para atajar las tensiones inflacionarias de la energía empeorarían las tendencias
depresivas, y los estímulos monetarios para combatir recesiones a base de inyectar
dinero en la economía reduciendo los tipos de interés podrían estimular nuevamente la
inflación con estancamiento.
La nave de la economía se podría ir escorando a un lado y el opuesto, dando bandazos
cada vez más peligrosos entre la inflación o la depresión dentro de una situación general
de estancamiento donde podría resultar cada vez más difícil obtener recursos fiscales
suficientes para relanzar la economía a través del gasto público. Si para combatir la
depresión con deflación los tipos de interés se mantuvieran demasiado bajos durante
demasiado tiempo, la «trampa de la liquidez» anularía la capacidad de maniobra de las
políticas monetarias (pues en vez de gastar el dinero inyectado por el banco central en
bienes de consumo o inversión, las familias, empresas y entidades financieras
simplemente lo ahorrarían en previsión de tiempos peores, lo cual retroalimentaría la
depresión). En definitiva, la nave económica puede acabar a la deriva, con el motor y la
hélice parados y el timón desencajado, navegando en medio de un mar cada vez más
encrespado. ¿Cómo reaccionará el pasaje cuando se dé cuenta que el capitán y la
tripulación han perdido el control del barco desde la sala de mandos? ¿Podrán
sobreponerse al mareo y el pánico para recomponer de nuevo la nave?
La dimensión económica del cambio climático
Cada vez que oigo a alguien repetir como un loro que ahora no podemos gastar recursos
en hacer frente al cambio climático porque la crisis económica nos obliga a emplearlos
en otras cosas más perentorias, pienso que tenemos un grave problema con la cantidad
de información compleja que somos capaces de procesar, o incluso sobrellevar
psicológicamente. Porque me parece evidente que algo así sólo puede decirlo alguien
que piensa el mundo a trocitos, que sólo es capaz de verlo a través de pequeñas rendijas
muy separadas unas de las otras. Lo que de momento sabemos lleva a concluir, por el
contrario, que todos esos problemas están interrelacionados y que las soluciones o son
comunes o no serán. Abrir el camino hacia otro modelo energético basado en las
energías renovables, y hacia la ola de innovaciones que requiere un nuevo sistema de
producción y consumo más sostenible, es justamente lo que puede ofrecer nuevos
campos de inversión y creación de puestos de trabajo para remontar la crisis económica
y financiera.
El informe económico de Nicholas Stern de 2007 sobre el cambio climático ya ha dado
un giro importante a la cuestión, sustituyendo las preguntas de «¿cuánto costará hacer
frente al cambio climático?» y «¿nos lo podemos permitir?» por esas otras: «¿cuánto
costará no hacer frente al cambio climático?» y «¿nos lo podemos permitir?». Su
resultado es que si no actuamos a tiempo, los costes económicos de los efectos del
cambio climático pueden suponer una pérdida situada entre el 5 y el 20% anual del PIB
mundial a lo largo del siglo XXI. En cambio, los costes de actuar exigirían movilizar
alrededor del 1% del PIB mundial. Recientemente el propio Nicholas Stern anda
diciendo que su ya famoso informe subestima el probable impacto futuro de un cambio
climático desbocado, que podría alcanzar al 40% del PIB mundial (véase la entrevista
en el diario Público del 21/12/2008).
También hay que preguntarse si en un caso u otro se trata de un coste defensivo
creciente en un mundo que resulta cada vez peor, o de una inversión que nos permitirá
avanzar hacia situaciones mejores. Cada vez es más importante hacer ese ejercicio, estar
intelectualmente y moralmente preparados para dar la vuelta al calcetín del argumento
de los costes no sólo de una crisis concreta —la climática y ambiental, la alimentaria, la
económica y financiera— sino de todas ellas a la vez. Una dimensión particularmente
preocupante de las interrelaciones entre todas las crisis es la derivación de la crisis
energética hacia la crisis alimentaria, especialmente a través de la conversión de los
agrocarburantes en un puro negocio ciego y carente de sentido alguno de la escala
sostenible de las cosas. Porque aquí se juega la vida y la muerte de millones de
personas.
La peligrosa conexión alimentaria
La crisis alimentaria tiene, como mínimo, cuatro dimensiones: en primer lugar, y tras
dejarnos unos agroecosistemas territorialmente desquiciados, ambientalmente
contaminantes y energéticamente ineficientes, las tecnologías de la mal llamada
«revolución verde» —esto es, la producción intensiva de monocultivos a base de
semillas híbridas de alta respuesta a los fertilizantes químicos y al riego, los pesticidas,
la tractorización, y la cría de ganado en granjas de engorde con piensos importados— ya
están económicamente agotadas. Los rendimientos agrícolas han dejado de aumentar o
lo hacen a ritmos cada vez más pequeños, y seguir inyectando más abonos químicos
sólo aumenta la contaminación, no la producción por unidad de superficie. Dado que la
población mundial sigue creciendo, y lo seguirá haciendo hasta la culminación de la
transición demográfica mundial a mediados del siglo XXI, la producción de alimentos
per cápita ha tocado techo y amenaza con disminuir.
La vía de salida que han diseñado las grandes multinacionales agroalimentarias y
químico-farmacéuticas es la imposición de los nuevos productos y agroquímicos
transgénicos, que la gente no quiere, y que son totalmente incompatibles con el avance
de la agricultura y la ganadería ecológicas. Aquí se manifiesta con tota claridad hasta
qué punto nos encontramos en una encrucijada histórica: o avanzamos hacia las
innovaciones de la agroecología, o nos imponen una nueva vuelta de tuerca en la
insostenibilidad de una producción agro-ganadera y forestal en manos de un puñado de
multinacionales que quieren controlar todas los eslabones de la cadena alimentaria.
Evidentemente hay pequeños márgenes para el crecimiento extensivo o la
intensificación de los cultivos, y como pasa con el «pico del petróleo» habrá momentos
de fuertes subidas y también bajadas de los precios. Pero la tendencia de fondo y a largo
plazo deberá ser una clara inversión de la tendencia hacia la caída de los precios de los
alimentos y de sus términos de intercambio con productos industriales que ha dominado
a lo largo de las décadas doradas del consumismo occidental del siglo XX. Es muy
probable que en el siglo XXI los alimentos tiendan a encarecerse de nuevo en términos
relativos. Un segundo factor que pone en riesgo la seguridad alimentaria mundial, y
especialmente de las poblaciones más pobres, es el abandono de las producciones
locales en favor de una creciente dependencia de los suministros exteriores que han
estado impulsando —como contrapartida al fomento de los cultivos comerciales de
exportación hacia países ricos— los programas de «ajuste estructural» impuestos por el
FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio. Conviene recordar
que la capacidad exportadora de cereales está mucho más concentrada que la de
petróleo, en un reducido grupo de cinco o seis países: los Estados Unidos, Canadá,
Australia, Nueva Zelanda, Argentina y un poco la Unión Europea. A ello hay que añadir
la proliferación de compras de centenares de miles de hectáreas de suelos incultos o con
aprovechamientos extensivos tradicionales de países africanos o latinoamericanos, por
parte de empresas de países como Japón, Corea del Sur, China, Arabia Saudita o
algunos de la Unión Europea con el propósito de explotarlas intensivamente para
garantizar su propio suministro alimentario.
El tercer factor que ha impulsado el alza de los precios alimentarios es el
encarecimiento del petróleo, dado que el coste del combustible es un factor que pesa
mucho en esa forma energética y territorialmente ineficiente de producir alimentos.
Finalmente, todos esos factores se acaban entrelazando en una cuarta fuerza motriz del
encarecimiento reciente de los productos agropecuarios, cuando se ha querido apostar
por una producción de agrocarburantes en formas y escalas por completo insostenibles
que trasladan al ámbito alimentario los crecientes problemas de la automoción con el fin
del petróleo barato.
Es importante añadir que los problemas que está generando el empleo de tierras y
cosechas para producir agrocarburantes no se deben a los biocombustibles como tales,
de mismo modo que los «desiertos verdes» que el monocultivo de soja
empleada mayoritariamente como pienso para engorde animal está produciendo en
muchos lugares del mundo no significa para nada que la soja sea como tal un cultivo
pernicioso. No es una mala idea producir a pequeña escala una cierta cantidad de
agrocarburantes para propulsar, por ejemplo, los propios tractores empleados para el
cultivo, y utilizando para ello subproductos o tierras que compitan poco o nada con la
producción de alimentos, la mejora de los suelos o la preservación de la biodiversidad.
El problema es hacerlo sin ningún sentido ni control sobre la escala sostenible de las
cosas. Eso encierra una importante lección: la revolución de la sostenibilidad exige
relocalizar los principales f lujos de energía y materiales, y los propios circuitos de
producción, consumo e inversión. En un contexto así, la prueba del nueve de la
sostenibilidad o no de cualquier opción será comprobar si «cabe» o no en el territorio
sin degradar su funcionamiento ecológico. El fin del petróleo barato supone a la vez una
ocasión y una necesidad para volver a pensar las cosas así.
Segunda parte: de resistir a transformar ¿Qué hacemos?: un programa mínimo de
cambio global
Llegados a este punto podríamos seguir desgranando y analizando interrelaciones o
conexiones entre la multitud de aspectos que configuran el complejo tejido de las crisis.
Sin duda habrá que hacerlo paso a paso, si queremos entender la situación para
cambiarla. Pero un vez hemos esbozado a grandes trazos cual es el diagnóstico y la
tarea, o la actitud básica con la que debemos encararla, quizás sea mejor acabar
perfilando algunas propuestas más concretas para actuar. Sé que son muy provisionales
y discutibles, pero por eso las quiero plantear: para abrir debate y fomentar la acción.
El gran desafío y la gran tarea del nuestro tiempo es transformar el conjunto de todas
esas crisis en una gran oportunidad para un cambio que valga la pena. Para todas
aquellas personas que coincidimos en esa convicción, la pregunta que viene a
continuación es muy clásica: ¿qué hacer?, ¿cómo hacerlo? Yo preferiría imprimirle otro
sesgo, que parta de las prácticas ya existentes en nuestro propio entorno: ¿qué
hacemos?
Creo, en primer lugar, que necesitamos y estamos empezando a tener un programa
mínimo de cambio global que podamos compartir personas y colectivos muy diversos y
de muchos lugares del mundo. No hay que inventar casi nada, ni buscar mucho para
encontrar algún esbozo útil que nos pueda servir de punto de partida. Por ejemplo, el
último informe del La situación del mundo 2008 del Worl-dawatch Institute se subtitula
justamente Innovaciones para una economía sostenible, y contiene la siguiente
propuesta de programa mínimo, que podemos sintetizar en cinco grandes puntos:
1) dar el salto conceptual del crecimiento al desarrollo humano, fomentando la mejora
real del bienestar de todos los seres humanos teniendo en cuenta sus múltiples
dimensiones, en vez de seguir prisioneros y prisioneras de la idea de crecimiento de una
magnitud económica tan parcial como el PIB; 2) favorecer una transición rápida hacia
un nuevo modelo energético y económico basado en las energías renovables, la
ecoeficiencia, la producción limpia, la generación de nuevos recursos a partir de los
residuos, la agricultura y la ganadería ecológicas, y nuevas pautas de consumo que sean
social y ambientalmente responsables, recuperando la idea y la práctica de la
planificación para hacer que los precios reflejen las prioridades sociales y la realidad
ecológica; 3) promover una distribución equitativa de los recursos y las oportunidades
para todo el mundo, que reconozca el valor fundamental de todos los trabajos, también
los del cuidado y recreación de la vida que tradicionalmente han realizado sólo las
mujeres; 4) proteger y regenerar el buen funcionamiento de los sistemas naturales, y los
servicios ambientales que nos ofrecen; y 5) ajustar la escala de la actividad económica a
las capacidades reales de cada territorio, y de toda la biosfera, promoviendo una nueva
localización económica en circuitos de producción, consumo, ahorro e inversión
territorialmente más cercanos y democráticamente controlables, donde se pueda hacer
realidad el principio de precaución y la gestión prudente de los recursos comunes,
clausurando así una globalización insostenible impuesta por la última reacción
neoliberal.
Esa es sólo una de las diversas versiones posibles del programa mínimo que
necesitamos. Tal como ha dicho Walter Stahel, la sostenibilidad es la visión de un
proyecto común que debe encontrar formulaciones distintas adaptadas a los contextos
culturales y socioambientales de cada lugar del mundo, donde esa gran tarea adoptará
prioridades diversas y se expresará con lenguajes distintos. Otra versión muy interesante
del programa mínimo de cambio de dirección hacia otro desarrollo más sostenible es el
decálogo que Evo Morales ha presentado el 2008 al séptimo Foro de Pueblos Indígenas
de las Naciones Unidas, y que se sintetiza en el lema que todo el mundo pueda «vivir
bien, no vivir mejor a costa de otros». Quizá la mejor manera de definir la sostenibilidad
sea la que encontró el subcomandante Marcos en la selva lacandona, cuando dijo que la
tarea era conseguir «un mundo donde quepan todos los mundos». No tendría sentido
confrontar unas formulaciones con otras, porque lo que importa de verdad es si en cada
lugar cada una de las versiones de aquel programa mínimo y urgente nos permite
comenzar a caminar a todos y a todas en la misma dirección: un desarrollo humano
sostenible.
Una serie de programas mínimos de urgencia como esos pueden ser compartidos por
mucha gente en todo el mundo, y ayudarían a establecer prioridades y orientaciones a
las acciones inmediatas a emprender en cada lugar. Su función sólo debe ser esa, señalar
objetivos comunes claros donde mucha gente pueda concentrar sus esfuerzos para
cambiar las tendencias hasta ahora dominantes. No deben ser nunca una propuesta final
ni acabada de alguna utopía perfecta. Dejarán muchos aspectos deliberadamente
abiertos, para irlos aclarando a medida que consigamos avanzar en cada dimensión. Por
ejemplo, nos podríamos preguntar si todo eso resulta compatible con un sistema que
otorga a los bancos y entidades financieras privadas la capacidad de crear y multiplicar
dinero a través del deuda, confiriéndoles un enorme poder de decisión sobre las
inversiones que determinarán como será nuestro futuro común. O si las nuevas
empresas relocalizadas de producción limpia podrán seguir siendo grandes
multinacionales regidas por unos directivos que cobran sumas astronómicas si
consiguen despedir a mucha gente en vez de contratarla.
¿Qué hacemos?: una búsqueda experimental de otros mundos posibles
Por eso la segunda gran tarea consiste en explorar otros mundos posibles mucho más
allá de aquel programa mínimo de reformas urgentes. Las lecciones aprendidas de
tiempos pasados llevan a pensar que es muy importante encarar esa tarea con una
actitud muy experimental, y nada doctrinaria. No necesitamos nuevos tribunos de la
plebe muy iluminados que se saquen de la manga la buena nueva de un mundo perfecto,
y luego pidan a los demás que sacrifiquen sus vidas para conseguirlo. Lo que nos hace
falta es gente dispuesta a probar con su propia vida las posibilidades de vivir
radicalmente de otra manera, según sus propias opciones.
Por ejemplo, la gente que ha comenzado a interesarse por la idea del decrecimiento
podría convertirse en una red de fomento y difusión de experiencias prácticas y
elaboraciones teóricas que vayan explorando las posibilidades de cambios más
profundos, más allá del perímetro inicial de un programa mínimo común de reformas
urgentes. Ya existe un montón de pequeños ejemplos en marcha en esa dirección. Por
ejemplo, el mismo informe de La situación del mundo 2008 contiene, en medio de
muchas otras menciones a buenas prácticas —la mayoría de grandes empresas que
empiezan a hacer alguna que otra innovación, más o menos seria, en favor de la
sostenibilidad— una elogiosa mención a la casa okupa de Can Masdeu y su experiencia
de huertos comunitarios compartidos con vecinos y vecinas del barrio obrero de Nou
Barris, en la periferia de Barcelona junto al parque natural de la sierra de Collserola. En
un recuadro titulado «A punto para la gran emergencia», y tras describir brevemente
qué es y como funciona Can Masdeu, los redactores del Worldwatch Institute añaden:
«La comunidad —de tamaño reducido— podría seguir adelante aunque la economía
mundial se paralizara o si se fuera al carajo ahora mismo.» Luego recuerdan que la
acumulación de problemas ambientales irresueltos, que ponen en evidencia «la falta de
lideraje de quienes más contaminan», nos puede conducir realmente a un colapso
global. Y añaden:
Si este escenario —el de la «gran emergencia»— [...] se hace realidad, entonces volverá
a ser decisivo el papel de las comunidades en su propia manutención. El suministro
local de alimentos, la producción local de energía y las tecnologías básicas necesarias
para mantener un suministro de agua y tratar las aguas residuales pueden marcar la
diferencia entre una buena calidad de vida y la más absoluta miseria.
Si la humanidad no es capaz de movilizarse para impedir un desastre ecológico,
cualquier esfuerzo comunitario para aumentar su autosuficiencia y reducir la
dependencia de productos lejanos, que pasarán a ser escasos cuando falle el sistema
económico, les ayudará a sobrevivir en un futuro menos estable, tal y como lo hacen
ahora los habitantes de Can Masdeu.
¿Qué hacemos?: relacionar ambas tareas con la práctica comunitaria local
Entre ambas tareas, hacer realidad los cambios mínimos y urgentes de las tendencias
dominantes, y explorar con decisión y apertura simbólica las oportunidades de cambios
más profundos y anticipadores, hay otro factor clave que debería conectarlas: es la
implicación comunitaria en proyectos de transformación local arraigados en el territorio.
Esa tercera dimensión es de crucial importancia por tres motivos. En primer lugar,
porque aquel bajo nivel del «principio de esperanza» en «otro mundo posible» al que
me refería al principio —es decir, que las viejas grandes palabras ya no convencen ni
motivan a casi nadie— hace que la credibilidad entre lo que se dice y lo que se hace,
entre predicar y practicar, se convierta en un factor fundamental para la transformación
social. En segundo lugar, porque es en ese ámbito comunitario local donde se puede ir
haciendo realidad la práctica de una democracia radical más participativa y de mayor
calidad deliberativa, que a su vez es una herramienta imprescindible para llevar a cabo
en cada territorio los cambios posibles que vayan emergiendo en la línea de horitzonte
abierta entre el programa mínimo de reformas urgentes y la experimentación a pequeña
escala de transformaciones más radicales.
El entono local es el espacio adecuado para acometer esas transformaciones
intermedias, esa innovación de alcance medio. El ámbito municipal resulta el más
favorable para poner a prueba nuevas prácticas de participación ciudadana, y la
transformación económica y ambiental de los usos del agua, la energía, los materiales y
residuos en el propio territorio, o para revitalizar las redes familiares y comunitarias que
sostienen la «ecología del cuidado» en todas sus dimensiones, por una razón muy
sencilla. No es porque sea local, sino porque es ahí donde se encuentra todo el mundo, y
donde existe la administración pública más próxima a la gente. Esa proximidad permite,
mejor que en otros ámbitos superiores, actuar localmente pensando globalmente.
Lo facilita, claro está, no lo garantiza. Si en vez de actuar localmente para un cambio
global real estas acciones locales sólo responden a una visión estrechamente localista, o
a intereses particulares en vez de una visión más amplia del interés general, también
puede derivar hacia el síndrome del «aquí delante de mi casa, no». Cuando gente de
quien no te lo esperas, y que a veces se considera ecologista, se opone casi por principio
a tener parques eólicos, huertos fotovoltaicos o plantas de biomasa cerca de su casa —y
no quiero decir con eso que cualquier proyecto eólico, fotovoltaico o de cogeneración
con biomasa ya me parezca bien de entrada—, no vamos bien. Eso pone sobre la mesa
que la innovación comunitaria desde el ámbito local tiene un gran potencial de cambio
transformador, pero sólo si se sabe aprovechar desde una visión global del proyecto de
cambio.
He dicho al principio que hay una cierta posibilidad que las diversas crisis se puedan ir
abordando una tras otra, de modo que sea posible ir encontrando soluciones parciales
que nos encaminen paso a paso hacia a una transformación global más profunda. Pero
no podemos excluir que todas esas crisis se acaben retroalimentando en la espiral cada
vez menos incontrolable de un colapso general. Pues bien, tal como están las cosas un
colapso global así bien podría no ser sólo sistémico, sino directamente civilizatorio.
Recordemos, por tanto, aquella vieja idea marxista que una crisis sistémica se resuelve
con un cambio social dirigido por una clase emergente, mientras que en una crisis
civilizatoria se produce el hundimiento conjunto de todas las clases en pugna.
Esta es la tercera y última razón para subrayar la importancia de la experimentación
comunitaria local de otras formas de vivir y convivir más justas y sostenibles. Porque
esas prácticas serían una anticipación que permitiría tener ensayadas y a punto
transformaciones o adaptaciones de mucho mayor alcance. Si al final se produce un
colapso general sin que hayamos hecho los deberes, es decir sin esa fase previa de
acumulación de experiencias, saberes y actitudes favorecedoras de una adaptación
sostenible a cambios muy radicales y repentinos, mi previsión ante un escenario así
sería ésta: que dios nos coja confesados, incluso a quienes no creemos en él.
Compatibilidad o incompatibilidad con las «relaciones capitalistas de producción»
Hay una idea-fuerza que debemos promover como divisa central de esa tarea
consistente en transformar las crisis en oportunidades para la transformación: la
transición hacia una economía sostenible es la solución. Porque es aquí donde subyace
una cantidad inmensa de oportunidades económicas, de innovaciones generadoras de
puestos de trabajo, de nuevos sectores de inversión realmente productiva, de bienestar
real para todo el mundo, de nuevas posibilidades de democratización y justicia social.
Pero debemos ser muy conscientes, a la vez, que las interconexiones entre las diversas
crisis tenderán a generar espirales de retroalimentación negativa hacia un colapso
general mientras sigan dominando las reglas del juego del sistema capitalista vigente.
En cambio, si conseguimos abrir camino hacia otras formas de organización económica
vinculadas a una toma de decisiones políticas más profundamente democráticas, la
interrelación entre las varias dimensiones de la crisis también pueden generar sinergias
positivas donde la solución de un problema ayude a encontrar otras soluciones. Eso es
lo que sugiere el marxista ecológico norteamericano James O’Connor en su libro
Causas Naturales (2001): «La próxima depresión puede empeorar mucho las
condiciones ambientales, o puede ser una ocasión de grandes cambios para reestructurar
el consumo individual y social, por ejemplo ciudades verdes, integración entre las
ciudades y las tierras agrícolas que las rodean, un transporte público que la gente desee
utilizar, y así sucesivamente. O de ambas cosas, en grados diversos, en diferentes
lugares. Lo que ocurra realmente estará determinado por la lucha política, la adaptación
institucional y los tipos de innovación tecnológica.»
La disyuntiva señalada por James O’Connor nos debe servir para situar las diversas
luchas y aspiraciones sociales en su perspectiva sistémica, es decir como pulsos que
tienden a desbordar los límites de lo que resulta pensable y factible en el capitalismo
realmente existente. Hay que lanzar como un dardo la pregunta que nos hemos hecho
varias veces en ese repaso global a las crisis: ¿por qué, en vez de buscar una tras otra
burbujas especulativas para colocarlo, el capital no se invierte en desarrollar ese
abanico de innovaciones hacia una economía más sostenible? las versiones demasiado
simples y optimistas del programa mínimo de transformaciones urgentes, como las del
Worldwatch Institute, acostumbran a pasar por alto o a dejar prudentemente en
barbecho esa cuestión: hasta qué punto el avance de aquella transición hacia una
economía sostenible puede ser compatible con las instituciones económicas y las formas
empresariales del capitalismo que hemos conocido hasta hoy.
Dicho en los términos en los que lo formularon Marx y Engels en el siglo XIX, hay que
preguntarse si las «relaciones capitalistas de producción» no son una barrera para el
desarrollo de las innovaciones energéticas, tecnológicas, empresariales, sociales,
territoriales y culturales que nos permitirían avanzar hacia nuevos modelos económicos
más sostenibles. Hay muchos indicios que ilustran el conflicto entre la naturaleza propia
de estas innovaciones hacia una economía más sostenible basada en el cuidado de todas
las formas de vida, y la lógica del beneficio privado que impera en el capitalismo en
general, y muy especialmente en las formas de organización empresariales o las
instituciones económicas del capitalismo neoliberal hoy dominante. Por ejemplo, el
hecho que a menudo las innovaciones sostenibles resulten más eficientes a escalas más
humanas, medianas y pequeñas, las sitúa a contrapelo de la tendencia hacia la
concentración, la jerarquización autoritaria y el gigantismo.
Mientras abre nuevas posibilidades de democracia económica, la relocalización de los
circuitos de producción, consumo, ahorro e inversión también va a contrapelo del
impulso globalizador hacia una división del trabajo extrema que ignora la diversidad de
realidades territoriales ecológicas y sociales. Para avanzar hacia economías más
sostenibles, la recuperación de la importancia del lugar debe estar unida a la ampliación
de los horizontes temporales en la toma de decisiones, y eso pone en cuestión la forma
como se descuenta el futuro en el cálculo de costes en función del tipo de interés
vigente. La ampliación multicriterial de la toma de decisiones económicas cuestiona la
supeditación al beneficio monetario a corto plazo, y a su incremento en el tiempo como
únicos objetivos. ¿Podemos creer que las empresas capitalistas y las demás instituciones
económicas vigentes pueden llegar a asumir esos y otros cambios que requiere el avance
hacia una economía más sostenible?
¿Quién teme a las inversiones intensivas en trabajo?
La cuestión de la creación de puestos de trabajo destaca particularmente entre esos
elementos de fricción entre las formas capitalistas de organización económica vigentes,
y las innovaciones que pueden abrir la transición hacia otro modelo económico más
sostenible. A menudo se señala como una gran virtud que las inversiones requeridas por
la agricultura y la ganadería ecológica, la explotación forestal sostenible y
multifuncional, la pesca y agricultura sostenibles, las energías alternativas, la
producción industrial limpia, la reutilización de objetos y el reciclaje de materiales, los
transportes colectivos, la gestión de la demanda de agua y energía, los servicios de
proximidad y atención a las personas, etc., etc., siempre resulten más generadoras de
puestos de trabajo que las inversiones que en cada uno de esos sectores alimentan la
espiral insostenible del actual modelo depredador. Pero muy pocas veces se lleva ese
razonamiento hasta el final: es decir, que la mayoría de empresas capitalistas e
inversores privados huyen de esos nuevos campos de inversión justamente porque crean
demasiados puestos de trabajo.
De acuerdo con el modelo vigente, y su estructura de incentivos y toma de decisiones,
por «productividad» y «rentabilidad» se entiende despedir trabajadores y reducir el
coste de la masa salarial, no aumentarla: se trata siempre de multiplicar el valor añadido
de la facturación agregada en el numerador, y reducir al mínimo los costes laborales del
denominador. Eso se puede relacionar con las nuevas teorías económico-ecológicas que
explican justamente el funcionamiento de la «máquina del crecimiento económico»
contemporáneo por la caída del precio relativo de la energía fósil, y el correlativo
encarecimiento de los salarios, que se ha convertido en un poderoso mecanismo que
induce permanentemente a sustituir trabajo humano por energía inanimada. Si la
transición hacia una economía más sostenible implica realizar nuevas inversiones hacia
formas de producir otra vez más trabajo-intensivas, en vez de capital-intensivas y
energívoras, ¿quién estará dispuesto a realizarlas?
Ahora que leer a Marx parece que vuelve a estar más de moda, vale la pena acabar
señalando la ironía que subyace en ese reconocimiento que algo de cierto y muy
importante había, a la vez que también de profundamente erróneo, en la vieja tesis
marxista sobre la «contradicción entre las relaciones de producción y el avance de
nuevas fuerzas productivas». Los hechos han demostrado que Marx y Engels estaban
equivocados cuando vaticinaban que las reglas del juego capitalistas frenaban el
progreso de las «fuerzas productivas». La economía liberal ha explotado a fondo ese
error de percepción, mostrando hasta qué punto el capitalismo ha sido el campeón de la
carrera por aumentar sin fin la producción y el consumo. A la vez, tanto la economía
liberal como la mayoría de corrientes marxistas tradicionales han ignorado doctamente,
hasta hace muy poco, eso que James O’Connor ha llamado la «segunda contradicción»
del capitalismo que contrapone la acumulación de capital con la función sustentadora de
la naturaleza y de las redes familiares domésticas del cuidado a las personas (y ello a
pesar de las potentes intuiciones del propio Marx al respecto, que quedaron en meros
«atisbos ecológicos» como señalara Manuel Sacristán, y que John Bellamy Foster ha
vuelto a recuperar últimamente).
Ya es hora de admitir que el problema del capitalismo reside en su capacidad de poner
en marcha esa máquina del crecimiento sin fin de una riqueza que sólo sabe valorar
monetariamente, que sólo sabe aumentar polarizándola social y territorialmente, y que
choca inexorablemente con los límites energéticos, materiales, ambientales y
psicosociales dentro de nuestra biosfera finita. Ahora sabemos que el problema de la
utopía del mercado sin trabas, y de todas las demás reglas capitalistas del juego
económico, reside justamente en engendrar una bestia tan potente que sus efectos sobre
el medio ambiente y la propia sociedad pueden acabar destruyendo literalmente todo
aquello que sostiene la civilización humana.
Por tanto, el problema no es que el capitalismo genere poco o menos crecimiento
económico que otro modelo social diferente. Por lo que hasta ahora sabemos,
probablemente eso es falso. No se trata tampoco que el mercado y el capitalismo
generen crecimiento económico de forma espontánea y a partir de la nada. Si lo hacen,
es a través del estímulo a un tipo muy concreto de creatividad tecnológica orientada en
primer término al logro del beneficio privado, que consigue movilizar nuevas formas de
energía y nuevos materiales para producir nuevos productos. Cuando la inversión
privada que dirige la acumulación de capital no es capaz de encontrar esas nuevas
fuentes de energía, ni los nuevos materiales y productos que desplacen de nuevo hacia
delante la «frontera de posibilidades de producción» —que es como los economistas
liberales llaman a lo que Marx y Engels denominaron «crecimiento de las fuerzas
productivas»—, el crecimiento económico del producto y la productividad f laquea.
Eso es lo que hemos visto que ha estado ocurriendo en los últimos treinta o cuarenta
años, y el intento de afrontar el agotamiento de fondo de la Segunda Revolución
Industrial regresando a un capitalismo «desatado», más globalizado y salvaje, ha
conseguido remontar los beneficios empresariales aumentando la desigualdad de la
distribución de la renta, pero a costa de incrementar enormemente la especulación y la
inestabilidad, y sin lograr en absoluto cambiar la caída tendencial de la productividad y
la acumulación del stock de capital fijo no residencial en los países que ya se encuentran
cerca de los límites de aquella «frontera de posibilidades de producción». Desde ese
punto de vista es cierto que una mayor desigualdad y propensión a la especulación,
junto a las políticas macroeconómicas que han dado prioridad a combatir la inf lación
en vez de reducir el paro, implican un permanente despilfarro de los recursos
evaporados por cada burbuja especulativa que revienta, y el mantenimiento de la
actividad económica por debajo de la plena ocupación que las capacidades del trabajo y
el capital existente permitirían.
Esos rasgos asemejan cada vez más al capitalismo neoliberal de finales del siglo XX
con el de la primera globalización liberal que Marx y Engels conocieron en su tiempo, y
son a buen seguro los que les llevaron a afirmar que el sistema capitalista se convierte
en «un freno al ulterior desarrollo de las fuerzas productivas». Pero con ser todo eso
cierto, no parece que podamos responder afirmativamente a la pregunta acerca de si
existe otro sistema alternativo capaz de ganarle al capitalismo la carrera del crecimiento
económico. La evolución experimentada por el Partido Comunista de China resulta muy
reveladora al respecto. Nada de lo que han hecho los dirigentes chinos puede entenderse
sin tener en cuenta que el estalinismo y el maoísmo sustituyeron los objetivos propios
de una revolución socialista por los de «atrapar y superar» al capitalismo en la carrera
del crecimiento económico. Tras contemplar el colapso de la antigua Unión Soviética, y
sacar las conclusiones pertinentes, los dirigentes chinos están aplicando con todas sus
consecuencias esa vieja máxima: «si no puedes con tu enemigo, únete a él».
¿Y qué podemos decir de otras formas de organización económica no capitalistas y no
estatalistas? Tal como David Schweickart señala en su propuesta de un nuevo
socialismo ecológico basado en cooperativas, tanto los estudios teóricos como los datos
empíricos señalan que éstas y otras formas de economía social se caracterizan
precisamente por anteponer la estabilidad al crecimiento en sus decisiones de inversión.
El economista neopopulista ruso Alexander Chayanov (1888-1937) ya descubrió lo
mismo analizando a fondo el funcionamiento económico de las explotaciones familiares
campesinas, y el economista institucionalista sueco Bo Gustafson ha llegado a un
resultado parecido analizando la lógica económica de los viejos gremios artesanos. Esa
preferencia por la perdurabilidad y la buena calidad de las condiciones de trabajo, y por
el mantenimiento de firmes compromisos con el entorno social y natural al que
pertenece la empresa, convierte a todas esas formas no capitalistas ni estatalistas de
organización económica en firmes candidatas a protagonizar una «tercera revolución
tecnológica» hacia una economía sostenible. Lo que hasta la fecha han sido sus
desventajas en unos siglos XIX y XX marcados por la carrera del crecimiento
económico, pueden y deben convertirse en ventajas para cambiar de dirección hacia un
decrecimiento selectivo hacia otras formas de desarrollo humano ecológicamente
sostenibles.
Entender eso es muy importante en un momento histórico en el que el problema real es
cuánto crecimiento, cuánto mercado y cuánto capitalismo pueden soportar las relaciones
humanas y los sistemas naturales que nos sustentan. Si hemos de cambiar de sociedad,
abriendo camino a otros modelos económicos situados más allá del capitalismo, no es
precisamente para crecer más sino para llegar a ser más sostenibles, para conseguir un
bienestar real para todo el mundo que pueda durar.
Crecimiento económico, degradación ambiental y «efecto umbral»
Tenemos buenas razones para afirmar que eso el capitalismo realmente existente
difícilmente lo hará. También comenzamos a tener algunos interesantes indicadores
empíricos al respecto. Se han hecho varios intentos de elaborar un nuevo «PIB verde», o
un «Índice de Progreso Real» donde se descuente todo aquello que a fin de cuentas es
destrucción socioecológica, valorándola monetariamente junto a los costes indirectos
«defensivos» para hacerles frente, y donde se le añada la contribución de los servicios
ambientales y los trabajos no mercantiles al bienestar real valorándolos también
monetariamente. Como simple alternativa al PIB convencional esos ejercicios resultan
muy discutibles, debido a las ambigüedades y sesgos que introducen los diversos
métodos para valorar en dinero cosas que están y deben estar fuera de los mercados.
Pero como simulación o experimento mental han servido, en cambio, para revelar dos
cosas bastante interesantes. A pesar de las diferencias metodológicas, todos esos
ejercicios contables han encontrado que la magnitud corregida siempre resulta inferior a
la pura facturación agregada del PIB convencional. Dicho en plata, una parte
considerable del valor añadido medido por el PIB está relacionado con la destrucción o
degradación socioambiental (dado que por otro lado el «PIB verde» incorpora hasta
donde es capaz de hacerlo cierta contribución positiva del trabajo doméstico y los
servicios de la naturaleza que están fuera del mercado, aunque valorándolos de modos
harto discutibles). También han revelado la existencia de un punto de ruptura en la
tendencia entre las dos magnitudes, la del PIB convencional y el «PIB verde» corregido,
que para las economías desarrolladas acostumbra a situarse en algún momento de los
años setenta o principios de los ochenta. A partir de aquel momento la diferencia
atribuible a la degradación se hace cada vez mayor.
También se llega a la hipótesis de un «efecto umbral» analizando los resultados de las
encuestas sobre el grado de felicidad o infelicidad de la gente realizadas en diferentes
países y diversas épocas. El informe del 2008 del Worldwatch Institute reproduce una
interesante correlación entre el porcentaje de población que se declara feliz y satisfecha
en cada uno de los países del mundo, con el PNB por persona y año del año 2000
estimado a paridad de poder adquisitivo un vez descontada la inflación. El resultado
muestra un rápido incremento de la gente que se declara satisfecha cuando su capacidad
adquisitiva aumenta de una cesta de bienes equivalente a mil dólares anuales de 1995 a
otra equivalente a 5.000 dólares reales. El porcentaje de personas satisfechas sigue
aumentando, pero de forma cada vez más pequeña, en los siguientes aumentos de cinco
a 15.000 dólares reales de 1995, y prácticamente deja de aumentar por encima del poder
adquisitivo equivalente al de un «mileurista» español. Ese resultado es congruente con
la larga serie de encuestas sobre el grado de felicidad declarada por la población de los
Estados Unidos, que ha permanecido invariable en la misma distribución desde la
década de los años 1950 a pesar del número de veces que el PIB se ha multiplicado
desde entonces.
La conclusión parece bastante clara: en la segunda mitad del siglo XX el «crecimiento
de las fuerzas productivas» impulsadas por el capitalismo se ha hecho cada vez más
destructivo, y socialmente inútil para el desarrollo humano. La revista Ecological
Economics ha publicado el 2008 otra correlación muy ilustrativa entre la huella
ecológica y el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de todos los países del mundo desde
1975 hasta el 2003. Los países con un alto IDH superior a 0,8 tienen un consumo de
recursos biofísicos por habitante insostenible (pues si se generalizara a toda la
humanidad necesitaríamos más de un planeta Tierra). Los países con un consumo de
recursos biofísicos por habitante que sería ecológicamente sostenible si fuera mantenido
por todo el mundo, se encuentran sumidos en un bajo nivel de desarrollo humano que
resulta inaceptable tanto por su baja capacidad adquisitiva, como por la baja esperanza
de vida y el pobre nivel educativo de su población. El resultado muestra, de nuevo, tres
cosas muy importantes: hasta qué punto el actual modelo de desarrollo es
ecológicamente insostenible, hasta qué punto el crecimiento económico registrado
desde los años setenta ha aumentado esa insostenibilidad, y hasta qué punto una mejora
real del desarrollo humano para toda la humanidad depende de la equidad en el acceso a
los recursos y no de proseguir con ese crecimiento económico socialmente polarizado y
ecológicamente destructivo que impulsa desesperadamente el capitalismo «realmente
existente».
Posibilidad e improbabilidad de un nuevo «capitalismo verde»
¿Podría el capitalismo actual reformarse profundamente hasta el punto de resolver su
«segunda contradicción» con la naturaleza? ¿Podría ser ésta una vía neo-keynesiana de
salida a las crisis del nuestro tiempo? Un nuevo «capitalismo verde» no es impensable,
y ha sido pensado y propuesto con bastante detalle en textos como Política de la Tierra
(1993) de Ernst von Weizsäcker, el informe al Club de Roma Factor 4 (1997) del
mismo Weizsäcker con L. Hunter Lovins y Amory Lovins, la Economía solar global
(2000) de Hermann Scheer, La economía del hidrógeno (2002) y los demás libros de
Jeremy Rifkin, y muy explícitamente en el libro de Paul Hawken con Amory Lovins y
L. Hunter Lovins, Natural Capitalism. Creating the next industrial revolution (2000).
El núcleo de esas propuestas consiste en desarrollar una nueva ola de innovaciones
tecnológicas orientadas a la eco-eficiencia, mediante una reforma del marco
institucional donde funcionan los mercados que permita internalizar las externalida-des
ambientales mediante una reforma fiscal verde, nuevas regulaciones públicas, y otras
políticas económicas ambientales que conduzcan los precios a «decir la verdad
ecológica», de forma que los inversores, las empresas y los consumidores estén
incentivados a tomar decisiones favorables al mantenimiento de las condiciones básicas
de producción que proporcionan los sistemas naturales. Para conseguirlo se requiere que
ese cambio en el sistema de incentivos supere la actual aversión de la inversión privada
a promover actividades a escala intermedia y pequeña que resultan más intensivas en
trabajo.
¿Podría llegar a funcionar? Mi opinión es que el conjunto de propuestas formuladas por
éstos y otros autores parecidos tanto podrían servir para una profunda reforma neokeynesiana
hacia un «capitalismo verde», como para abrir el camino hacia un nuevo
socialismo ecológico que comience a dejar atrás definitivamente aquel «socialismo
irreal» estalinista que confundió la revolución socialista con impulsar una revolución
industrial desde una tiránica maquinaria económica estatalizada. De hecho, cualquier
persona ecosocialista un poco lúcida debería darse cuenta que la reforma fiscal verde, y
los demás instrumentos económicos de política ambiental, son una magnífica ocasión
para recuperar la práctica de una auténtica planificación económica democrática como
la que Otto Neurath intentó poner en marcha en la revolución espartaquista alemana de
1919: primero fijar los objetivos cuantitativos «en especie», es decir en los términos
biofísicos o energéticos de la contabilidad del metabolismo social, y después poner en
marcha los mecanismos de intervención adecuados para dirigir el funcionamiento de los
mercados —en todo aquello para lo que los mercados sigan resultando útiles— hacia el
logro de aquellos objetivos democráticamente decididos.
Si es cierto que las tecnologías eco-eficientes y los instrumentos de política económica
para impulsarlas se encuentran a medio camino entre la reedición de un nuevo «pacto
keynesiano verde» y un nuevo ecosocialismo, entonces la cuestión pasa a ser cual de las
dos vías de salida a las crisis resulta más probable y deseable. Mi punto de vista es que
un «capitalismo verde» podría ser posible, pero resulta bastante improbable dadas las
actuales circunstancias. El aumento de su probabilidad depende de la lucha de los de
abajo por abrir camino hacia otros mundos pensables y factibles, y puestos a luchar por
cambios sistémicos creo que podríamos ser muchas las personas que preferíamos un
cambio decididamente ecosocialista. Si, como le ocurrió a la generación que luchó
contra el capitalismo durante la Gran Depresión y el ascenso de las dictaduras fascistas,
al final nuestro esfuerzo sólo consiguiera un triunfo parcial, la reforma hacia un nuevo
«capitalismo más verde» que el actual se convertiría en una especie de second best. Lo
sería, sin duda, y no sólo porque puestos a seguir viviendo en el capitalismo más vale
que sea más verde (a fin de cuentas, eso permitiría ganar tiempo para hacer posibles
otros socialismos futuros).
Quien esté realmente convencido o convencida que una alternativa ecosocialista sería
mucho mejor que cualquier «capitalismo más verde» no debe tener miedo alguno de las
reformas neo-keynesianas socioambientales, porque su propio desarrollo pondría a
prueba hasta dónde pueden dar de si las «relaciones capitalistas de producción», y
cuáles son sus verdaderos límites. A medida que se desarrollaran esas tecnologías, y las
reformas económicas necesarias para impulsarlas, emergerán varios factores que
podrían ayudar a inclinar la balanza a favor de la experimentación de nuevas formas
comunitarias y democráticas de socialismo ecológico: la necesaria revitalitazación del
papel de los bienes comunes, tanto globales como locales (resulta, en ese sentido, muy
ilustrativo el capítulo sobre «La economía paralela de los bienes comunes» de La
situación del mundo 2008, para ver hasta qué punto el discurso se aleja de aquella falsa
«tragedia de los comunales» de Garrett Hadin, que ha resultado ser a la postre una de las
meteduras de pata más descomunales de la ciencia del siglo XX); la revalorización de la
inversión pública en infraestructuras físicas —como el relanzamiento del ferrocarril y el
tranvía— y sociales —como todas las políticas públicas de bienestar, incluyendo las que
se adentran hacia el sostén y «empoderamiento» de los trabajos no mercantiles del
cuidado—; o la necesaria relocalización de los circuitos económicos y los f lujos
metabólicos, donde habrá pasar la prueba del nueve de cuántas y qué cosas «caben»
realmente en cada territorio sin degradar sus sistemas naturales (la «nueva cultura del
agua», la «nueva cultura de la energía», la «nueva cultura de los materiales y los
residuos», y la «nueva cultura del territorio» ya se están convirtiendo una verdadera
escuela de aprendizaje social).
Para impulsar todas esas luchas orientadas hacia un nuevo modelo de desarrollo
humano ecológicamente sostenible hay que tener claro que, más allá de cierto límite, su
trayectoria invita a traspasar la frontera de lo pensable y posible en el capitalismo. Ese
punto de fuga ecosocialista ya no puede tener nada a ver con la vieja idea marxiana de
cambiar las «relaciones de producción» para alcanzar ningún ulterior «desarrollo de las
fuerzas productivas». Las «fuerzas productivas» en cuestión ya hace mucho que son tan
destructivas e incapaces de ofrecer un bienestar real para todo el mundo, que ahora hay
que hacer justamente todo lo contrario: refrenarlas y cambiar de dirección hacia otra
manera de vivir y convivir. Walter Benjamin ya lo planteó proféticamente: «Marx dijo
que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero quizá sea diferente. Puede
ser que las revoluciones sean la mano de la especie humana que viaja en ese tren y que
tira del freno de emergencia».
Necesitamos un nuevo socialismo ecológico no para seguir aumentando el crecimiento
sino para organizar un decrecimiento selectivo que sea a la vez ecológicamente
sostenible, humanamente aceptable, y realmente liberador. Hay que comenzar a sacar el
polvo a los esbozos de otros socialismos factibles que sean clara y radicalmente
distintos a la tiránica y primitiva máquina económica estatalizada que construyeron el
estalinismo y el maoísmo para competir con el capitalismo en la carrera del crecimiento
económico (la última derivación de la cual es ahora esa especie de híbrido ambiguo,
hermético e inclasificable que gobierna China). Son textos como los de Alec Nove, John
Roemer, Alain Lipietz, Johan Eherenberg, Immanuel Wallerstein, Alex Callinicos,
Robert Dahl, Van Parijs, John Bellamy Foster o David Schweickart, entre otros y sin
olvidar los premonitorios esbozos de Otto Neurath de 1913-1919 reunidos bajo al título
«De la economía de guerra a una economía en especie».
Pueblos y ciudades «en transición», para sacar de la gente lo mejor que tiene (no lo
peor)
Sin embargo, releer y debatir de nuevo propuestas innovadoras de socialismo factible no
servirá para nada si alguien pretende llegar a la verdad revelada de algún tipo de Santo
Grial programático. Deberían servirnos para dar mayor visibilidad y valor al hormigueo
de experiencias alternativas que ya se están llevando a cabo por todo el mundo, a
pequeña escala, en la búsqueda de otros mundos posibles más allá del capitalismo. La
vieja izquierda debe superar ahí su pedante menosprecio por esas iniciativas
moleculares y parciales que intentan abrir espacio a la experimentación de formas de
vivir diferentes a las hegemónicas. Tras muchos años de una provechosa investigación
empírica y un gran debate historiográfico para entender la experiencia de la transición
del feudalismo al capitalismo, los mejores historiadores marxistas y no marxistas han
comprendido que las revoluciones liberales sólo fueron la culminación de un largo
movimiento de posiciones de fuerza a través del cual las burguesías europeas fueron
forjando, paso a paso, su propia base social y el entramado de saberes, experiencias y
culturas que finalmente les permitirían llegar a ser una clase hegemónica. Pero debido a
una serie de azares históricos de los siglos XIX y XX que convendría dejar atrás, la
izquierda socialista y comunista ligada al movimiento obrero tendió a concebir su
propia tarea justamente al revés: todo debía comenzar con la «toma del poder» político.
Estoy bastante seguro que si hay un futuro, y ese futuro es ecosocialista, su memoria
histórica situará los orígenes de la transición del capitalismo a formas realmente
socialistas de organizar la economía ya en los inicios del siglo XX, o incluso a finales
del siglo XIX, con la conquista de los primeros seguros públicos de enfermedad, vejez y
paro, la educación o la sanidad públicas y gratuitas, el desarrollo de las inversiones en
transportes públicos colectivos, las zonas verdes, playas públicas y parques naturales, o
el avance de la higiene pública urbana y el mantenimiento del dominio público
hidráulico. Como muy bien ha señalado Peter Temin, tanto sus defensores como sus
detractores a eso le llamaron socialismo, mucho antes que se denominara ambiguamente
Estado del Bienestar. Eran y son piezas parciales de «socialismo en acto» porque
otorgan derechos de acceso a las personas en tanto que ciudadanos y ciudadanas, y no
como consumidores o consumidoras en función de su poder adquisitivo en el mercado.
Más allá de esos servicios sociales básicos y las grandes infraestructuras, la gran tarea
ecosocialista pendiente para el siglo XXI consiste en redirigir democráticamente el
conjunto del sistema energético y toda la producción de bienes y servicios, incluidos los
sistemas de recuperación de objetos y materiales para transformarlos de nuevo en
recursos, hacia formas más eco-eficientes, sostenibles y justas, mediante un
funcionamiento económico que esté nuevamente arraigado en cada territorio, fortalezca
las redes de sostén y cuidado de la vida, y deje de tener al crecimiento del PIB como su
único objetivo.
Ese nuevo avance del proceso histórico de democratización sólo será posible si se ha
acumulado previamente una masa crítica de poblaciones y experiencias dispuestas a
emprender ese cambio tan profundo de dirección. Por eso las iniciativas individuales y
la experimentación comunitaria son tan importantes como las políticas públicas que
deben estimularlas y ayudar a desarrollarlas. Sin una iniciativa de abajo que anticipe el
futuro y desborde los límites de lo que resulta pensable en cada situación, la acción
política de mayor alcance se encontrará prisionera de los dogmas e intereses
previamente establecidos. Sin unas políticas públicas innovadoras que faciliten su
desarrollo, las iniciativas experimentadoras hechas desde abajo chocarán con multitud
de barreras que limitarán y retrasarán su avance.
Sólo la combinación de ambas cosas nos permitirá iniciar una transición real más allá
del capitalismo. Creo que una importante razón para eso reside en el hecho que para
poder transformar las crisis en oportunidades para el cambio es de vital importancia
favorecer situaciones donde la gente saque lo mejor de ella misma, y no lo peor. El gran
peligro que un colapso incontrolable alimente nuevamente bestias como el fascismo y el
nazismo proviene del hecho que situaciones así estimularían a todo el mundo a sacar lo
peor de sí mismos. Entenderíamos mejor la importancia clave de esa disyuntiva si las
tradiciones de izquierdas no hubieran desatendido tanto la comprensión de los
microfundamentos de las macroconductas.
Tal como ha señalado Albert Hirschman, mientras la tradición liberal lleva más de un
siglo cómodamente instalada en una yuxtaposición muy discutible entre el análisis
macroeconómico y su fundamentación microeconómica, la tradición marxis-ta y las
demás corrientes de izquierda tradicional arrastran un persistente déficit en el estudio de
sus propios fundamentos microeconómicos y micropolíticos. Lo cual, por cierto, tiene
bastante que ver con haber abrazado en el pasado el uso instrumental de la violencia, y
no haber explorado después lo suficiente las posibilidades de la noviolencia. Pero de la
misma forma que Kalecki fue una especie de «Keynes marxista», también ha habido
alguna que otra excepción de la que se puede partir para entender la función que han de
jugar, respectivamente, la experimentación desde abajo y la transformación desde arriba
de las políticas públicas.
Una de aquellas raras excepciones fue un joven marxista inglés, que se hacía llamar
Cristopher Caudwell, y murió con sólo veintinueve años peleando con las Brigadas
Internacionales contra el fascismo en España (encontraréis un interesante esbozo
biográfico y político en el capítulo que Edward Thompson le dedicó en su Agenda para
una historiografía radical). En sus escritos, fragmentarios e inmaduros, destacan
algunas iluminaciones muy potentes como aquella en la que definía la sociedad humana
como «el metabolismo socio-económico y ecológico mediado por el amor». Caudwell
consideraba que el amor, biológicamente arraigado en la sexualidad humana, es el
impulso básico que alimenta la curiosidad y la atracción por todo aquello que nos
resulta distinto y desconocido. También la búsqueda del conocimiento, o de la
innovación técnica y social. Caudwell escribió, por ejemplo, cosas como la siguiente:
«lo que menos puedo perdonar al capitalismo es haber eliminado la ternura de las
relaciones humanas.» No llegó, sin embargo, a identificar en el miedo y la construcción
de una imagen de enemigo el mecanismo básico, también bastante arraigado en la
biología de nuestra especie, que nos hace reaccionar agresivamente ante lo desconocido
que se percibe como amenazante sacando lo peor de nosotros mismos.
Como dicen Donella Meadows, Jorgen Randers y Dennis Meadows al final de su
reciente libro sobre Los límites del crecimiento 30 años después, aunque «en la cultura
industrial no nos está permitido hablar de amor salvo en el sentido más romántico y
banal de la palabra», lo cierto es que «la revolución de la sostenibilidad tendrá que ser,
sobre todo, una transformación colectiva que permita que se exprese y alimente lo
mejor de la naturaleza humana». También por eso hay que asegurar que el nuevo
socialismo ecológico del siglo xxi esté profundamente unido a la cultura de la no
violencia y la valoración del cuidado de los demás y las demás que ha desarrollado el
feminismo contemporáneo.
* Ese texto desarrolla un guión escrito inicialmente para una charla informal sobre La crisi del
petroli barat y la crisi econòmica. Som a l’inici de una nueva època de canvis profunds? organizada
por Stefano Puddu en el pueblo de La Garriga (Vallès Oriental, Barcelona) el 7/11/2008. Agradezco
a Stefano Puddu, Salvador Jové y todos los asistentes a esa charla sus comentarios y aportaciones.
También agradezco a Cristina Carrasco, Gabriel Jover y Jordi Roca sus críticas y sugerencias a un
borrador posterior de aquel guión, que han ayudado a incluir algunos apartados o a mejorar
notablemente otros.
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